De un momento a otro estábamos tumbados en el sofá de su estudio. Él encima de mí. Piel con piel. Respiración con respiración. Y me sentí como si estuviese cometiendo el peor pecado que podría haber imaginado jamás. Pero no me importó. En ese momento solamente me importaba él. Y lo mucho que había soñado con que esa situación llegase. Porque, en lo más profundo de mi corazón, sabía que llegaría. Tenía que llegar. Desde la forma en la que nos mirábamos hasta la manera en la que mi corazón temblaba cada vez que él decía mi nombre.
No era simple atracción. Al menos, no por mi parte. Era más. Era algo precioso, pero prohibido. Y eso lo hacía incluso más interesante. Era algo que tenías que vivir al menos una vez en la vida, porque la sensación era demasiado única como para no experimentarla.
No me arrepentí. En ningún momento. Ni siquiera cuando consumamos nuestro error. Ni cuando nos fusionamos y nos convertimos en uno.
Cuando acabamos, él me abrazó. Y sentí todo. Viví todo. Su piel, su fuerza, todo lo que quería transmitirme a través de ese agarre. Nos quedamos así por minutos. Tumbados sobre nuestros costados, mirándonos fijamente mientras Álvaro no hacía otra cosa aparte de acariciarme la espalda suavemente con el reverso de sus dedos. Le sonreí, porque me estaba viendo. Porque siempre me veía.
Él me devolvió la sonrisa, y yo me quedé fascinada ante la imagen de sus ojos entrecerrándose cada vez más mientras que me miraba. A mí. Solamente a mí.
Se acercó lentamente y me dio un beso en la frente. Suave. Delicado. Cerré los ojos ante todo lo que estaba sintiendo en esos momentos. Dejó sus labios posados en mi piel por un largo rato. Tanto, que sentí que podía simplemente quedarme dormida en esa posición.
— ¿Estás bien? — murmuró. Su voz se hizo paso a través de mi interior, confirmándome que lo que había ocurrido había sido un error, pero también era todo lo que yo quería.
Dejé salir una pequeña risa al exterior y asentí.
Abrí los ojos.
— Jamás he estado mejor — aseguré, tratando de eliminar la expresión de preocupación que había aparecido de repente en su cara.
No quería que pensase que de alguna forma me había obligado, o que yo no quería hacerlo. Porque no era así. Estaba feliz, demasiado feliz de lo que había pasado entre nosotros.
— No quiero que te arrepientas de nada. No quiero que ninguno de los dos paguemos por esto — explicó.
Yo negué con la cabeza casi frenéticamente.
— No, no. No pienso decírselo a nadie. No voy a meterte en problemas, te lo prometo.
Él expulsó una pequeña risa, con el fin de calmar un poco el ambiente.
— No estoy hablando de eso.
Yo fruncí el ceño. Llevé una de mis manos a su barbilla y comencé a acariciarla de un lado a otro, arañándome con su abundante pero cuidada barba.
Esperé a que me lo explicase, a que continuase hablando. Pero no lo hizo. Simplemente me miró.
Se acercó de nuevo y me besó. De forma suave. De forma necesitada. Como si llevase años muerto de sed y acabase de encontrarse un pozo lleno de agua fría.
— Siempre había pensado que estabas enamorado de mi madre — confesé cuando nos separamos.
Él se echó a reír.
— ¿En serio? ¿Por qué?
Me encogí de hombros, con una expresión divertida.
— Por la forma en la que le mirabas. Bueno, en la que os mirabais.
Sentí como poco a poco se fue poniendo cada vez más nervioso. Era una de las personas más tímidas que había conocido jamás. A pesar de que acabábamos de hacer el amor, le daba vergüenza hablar de un tema tan estúpido como aquel.
— Bueno, yo sí que noté que ella me miraba de una forma determinada, sí.
Quería darle un abrazo en esos momentos. Decirle que lo sabía. Al igual que él. Y por eso lo hice. Y me dieron igual las consecuencias. Las lágrimas. Todo.
— Eso es porque está enamorada de ti.
Él sonrió, y negó con la cabeza rápidamente.
— Tiene a tu padre. Seguramente está muy enamorada de él.
Quise echarme a reír. Quise reírme a carcajadas y no parar hasta que se me pasasen las ganas de llorar. Pero no lo hice. Simplemente le mostré una mueca triste. Porque iba a decírselo. Iba a confesárselo. Sin que me importase absolutamente nada.
— Mi padre nunca está en casa, Álvaro. Y cuando está, es como si fuese invisible. Solamente hablamos con él para pelear. Nunca tiene tiempo para hacer nada más.
Apostaría todo a que nunca se hubiese esperado que le iba a decir algo así. Se quedó callado por algunos segundos, pero su mirada me lo dijo absolutamente todo. Lo sentía por mí. Y por mi madre. Y por todo lo que nos había tocado vivir con él.
— Lo siento. Dios, no debería haber dicho eso — se disculpó, tocándose el pelo con un frenesí propio de alguien que no puede ocultar su nerviosismo.
Yo le sonreí. Dejé un suave beso sobre sus labios, quitándole importancia a su comentario. Ya estaba acostumbrada. Ya apenas dolía.
— Yo sí que lo siento, créeme. Por ella. Por mí. Por todos los que le conocen —murmuré apenada. Sabía que esta conversación iba a cambiar el enfoque de nuestra relación. Sabía que iba a verme de una manera completamente distinta. Pero eso estaba bien.
— No es tu culpa que tu padre no sea más que un fantasma.
Esa simple frase me partió en dos.
Porque tenía razón. Porque me dolía a pesar de que yo dijese que no.
— Ya lo sé. Pero yo no lo siento así.
Y me besó. Y yo traté de recomponerme. Pero, a pesar de todo, no pude. Porque nunca podía hacerlo cuando se trataba de mi padre.