No pude hacer otra cosa que no fuese alegrarme cuando pude ver que Álvaro no se estaba dirigiendo a mi casa. Lo único que necesitaba en esos momentos era que no me dejase sola, que no me obligase a entrar por la puerta de mi casa aún sabiendo que no había nadie que me fuese estar esperando.
No dije nada, aún así. No se lo agradecí, no le sonreí. Me quedé absolutamente callada mientras que miles de luces le acariciaban suavemente la cara sin poder realmente tocarle mientras que conducía por Madrid.
Ni siquiera me moví cuando Álvaro entró en el parking del edificio en el que se encontraba su estudio. Dios, su estudio. Parecía que habían pasado años desde la última vez que habíamos ido allí. Me sentía como una persona completamente diferente. La Linda que había entrado en su pequeño lugar secreto aquella vez en la que había permitido que sucediese todo aquello que me daba miedo ni siquiera se parecía a esa Linda que estaba sintiendo como si no pudiese sostenerse por sí sola en una pieza.
Él me miró antes de abrir la puerta mientras que yo no podía hacer otra cosa aparte de mirar la matrícula del coche que estaba estacionado justamente delante del suyo. Estaba extrañado con mi comportamiento porque, lo cierto era, que no era común que yo presentase aquella actitud. No cuando se trataba de él, al menos. Pero había algo en el fondo de mi alma que no me permitía que sintiese nada que no fuese casi decepción. Una decepción infundada. Una decepción que me estaba llevando al abismo sin que yo pudiese siquiera intentar pararla.
— ¿Qué te pasa? — murmuró mientras que me miraba fijamente sin poder mover ni un solo músculo.
Me sentí entonces como si fuese la persona más egoísta, fría y cruel del planeta. Pero había algo, Dios, había algo que no paraba de darme vueltas en la cabeza y que por más que lo intentaba no quería desaparecer.
Quise responderle que no ocurría nada. Que todo estaba bien y que no podía estar más agradecida con él por simplemente estar conmigo en un momento como aquel. Pero no pude porque, esa no era yo. Nunca había sido de esa manera. Siempre que algo me dolía o simplemente me confundía no podía evitar preguntar acerca de ello.
— ¿Por qué te ha llamado? — pregunté sin mover mis ojos ni un solo centímetro y con la mandíbula más apretada de lo que debía.
Él se desabrochó el cinturón de seguridad y se reincorporó en su asiento para así poder mirarme mejor.
— ¿Qué? — murmuró sin poder entender ni una sola palabra de las que había pronunciado. Entender, no escuchar.
Entonces le miré. Y, a pesar de sentirme insegura y desconcertada con él no pude evitar sonreírle de una forma sutil. De una forma tranquilizadora. Rehabilitadora, casi.
— Mi madre. No entiendo por qué te ha llamado — admití mientras que negaba con la cabeza y encogía los hombros.
Lo cierto era que no era muy normal. No era normal que le hubiese llamado si no eran más que simples amigos. A pesar de que estuviese intentando convencerme una y otra vez de que sí lo era para así no quedar como una niña celosa que no hacía otra cosa más que ver cosas donde genuinamente, no las había.
— No lo sé — admitió con una expresión confusa en su rostro. Me di cuenta entonces de que quizá debía tener esa conversación con ella, no con él. Pero esa no era una opción posible — No tengo la capacidad de meterme en la mente de tu madre para saber en qué piensa a cada momento, Linda.
Bajé la mirada a mis piernas y asentí con la cabeza. Sentí entonces que quizá yo no tenía razón y que no estaba siendo del todo justa con él. Con la persona que se encargaba siempre de que yo estuviese lo más cómoda posible.