París

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1970




A donde volteara había un paisaje digno de una fotografía, las calles parecían sacadas de postales vintage, olía a perfume, aire fresco, vino y comida.

La noche había caído muy rápido, era mi último día en la cuidad del amor, aprovechaba el dinero que había ganado para pasearme por los locales de recuerdos y regalos para llevar al viejo Londres.

No supe como, pero al final terminé nuevamente en el museo de Louvre se había vuelto mi lugar favorito de aquella maravillosa cuidad y quizá del mundo.
Las estrellas y la iluminación le daban un toque de ensueño. En los últimos tres días pareciera que algo me arrastraba hasta allí; quizá las miles de piezas de arte o la energía que rodeaban la galería.

La gente iba y venía por los pasillos, paseando su vista por las pinturas, casi sentía sus impulsos de querer tocar algunas piezas, igual que yo.

Me colé en un grupo de estadounidenses que eran guiados por una chica castaña de impresionantes ojos miel que hablaba el inglés americano muy fluido, explicaba la obra frente a nosotros, mi favorita.

Leí el folleto en mis manos, atenta a su explicación y a la lectura hasta que un cosquilleo invadió mi pecho. No era una molestia, más bien un calor repentino, un presentimiento, como un pellizco amable sobre la piel.
Como acto inconsciente, alcé el mentón observando la sala en busca discreta de algo, sin saber qué, realmente.

Todos los rostros me eran indiferentes, jóvenes, hombres, mujeres de largos vestidos, niños de sudaderas elegantes, como la ropa en la noche de Navidad. Una mezcla de religiones y colores unidas en una sola sala, con los ojos paseándose aquí y allá.

Y entonces, junto a una pintura de Da Vinci,  un joven de pelo rubio también miraba el lugar, hasta que nuestros ojos se conectaron.

El cosquilleo en mi estómago persistió, quise apartar la vista y continuar con lo mío, pero era como un imán, una fuerza invisible, curiosidad, quería verle.

Su cabellera rubia le caía por los hombros, ondulandose de forma elegante sin llegar a parecer desaliñado. Usaba camisa blanca y pantalones caqui, con una boina y saco de corte largo, negro. Su piel era pálida, blanca, como porcelana, sus manos desaparecían en los bolsillos de su pantalón. Sus delgados labios formaron una mueca ladina, una sonrisa, que hizo que mi corazón se acelerara.

Bajé mi vista al suelo de madera brillante, y para cuando volví a subirla, él se acercaba, con esa sonrisa misteriosa, el rostro en alto y manos en la espalda, mirando cada obra a medida que avanzaba con elegancia.

El grupo de extranjeros se alejó de a poco, y fingí seguir observando, hasta que su hombro rozó con el mío, y el aroma a algún perfume caro invadió mis fosas nasales.

Estaba nerviosa.

Venus de Milo, una escultura de Alejandro de Antioquía— dijo, mirando frente a nosotros.

Me sentí indefensa, sin saber qué hacer o decir, su presencia era algo extraña, como si de repente toda la confianza que cabía en mí se esfumase y me convirtiera en un libro abierto, vulnerable.

—Excusez moi, je ne comprends pas—¹ dije sin querer voltear a verle, mordiéndome el labio por lo que acababa de decir

Siempre era así, siempre terminaba arruinándolo a propósito hasta que la culpa llegase horas más tarde.
Esperé a que se fuera pero nada sucedió, seguía junto a mí.

—Savez-vous que la sculpture a créé un conflit avec la Turquie?—² contestó enseguida, sorprendiéndome de inmediato, su voz sonaba mucho más hermosa en francés.

—Lo sé— fue inevitable sonreír, me encogí de hombros tragando saliva, inflando el pecho en busca de aire —Sé todo lo que se debe saber sobre la escultura— alardee un poco, queriendo que todo bajo mis pies se derrumbara y me tragase a otra parte

—¿Y sobre Louvre?—

—El rey Calos V acumuló sus colecciones artísticas en el edificio y fue habitado hasta que se construyó...—

—El palacio de Versalles— concluyó despacio —¿Habla otros idiomas?—

—Sé un poco el español— confesé, sintiendo el latir de mi corazón más irregular que antes —Su acento... ¿es inglés?—

—Sí, de Brixton—

Le miré sin poder creerlo. Otra vez, conectamos miradas.
Una de sus pupilas estaba extrañamente más dilatada que la otra, por lo que parecía que un ojo era azulado y el otro café, casi verde. Sus pestañas eran alargadas, con los párpados bajo sombra azul, y esos labios finos, delgados, rosas.

Tenía arte frente a mí.

—¿Y usted?— preguntó sacándome de mis pensamientos

—De Walthamstow, Londres igual— sonreí como boba, era  imposible que viniéramos de la misma cuidad, pero al parecer así era

—¿Y reside aquí?— se giró prestando toda la atención en mí, aún con esa pose elegante y segura

—No, vine por trabajo— llevé un mechón de cabello tras mi oreja, atenta a cualquier cosa que preguntase o dijera, atenta al movimiento de sus labios

—Ah, ¿y a qué se dedica?, si me permite preguntar—

—Soy fotógrafa, ¿usted?—

—Modelo— dijo bajando el tono de su voz un poco, como un gesto de modestia

No me sorprendió, por supuesto que era modelo. Tenía rasgos finos, y la altura necesaria. Además su manera tan segura al caminar le delataban.

—¿Está trabajando?—

—Ahora no— sonrió encantadoramente, haciendo que el calor me invadiera por completo. Extendió su delgada mano de finos dedos y piel pálida, dejándola en el aire antes de añadir —Soy David Bowie—

Le recibí el saludo, conectando ambos tactos en un cosquilleo nuevo; llevó el dorso de mi mano a sus labios, besando cerca de mis nudillos en una reverencia elegante, haciéndome reír con mis mejillas enrojecidas.

Aquél sería el principio de nuestra historia...












Aquí la traducción de la pequeña conversación en francés:

Disculpe, no le entiendo¹

—¿Usted sabía que la escultura creó un conflicto con un comprador de Turquía?²

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