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Steve tuvo un mal presentimiento. Mientras más avanzaba al interior de Timely, más comprobaba que Roxxon y compañía traían algo maligno entre manos. Las casas de las afueras de la ciudad estaban vacías, no había muertos, pero sí signos de violencia.

Detuvo su caballo a unos metros de llegar al centro de Timely, necesitaba saber cómo estaban las cosas, y le pareció preciso ser discreto. Caminó con sigilo, ocultándose hasta la parte trasera de una casa y se las arregló para observar desde ahí lo que sucedía en la plaza principal.

Estaban reuniendo a toda la gente de Timely ahí, hombres, mujeres y niños. Era muy extraño y a la vez escalofriante. Steve identificó a Danvers, quien seguía discutiendo con Roxxon. Éste hizo un gesto y varios hombres la sujetaron, desarmaron y llevaron con el resto. Como era de esperarse, no tenían respeto alguno por ninguna figura de la ley. Otro hombre de Roxxon descabalgó y se dirigió a una carroza, que estaba en la retaguardia del grupo del gobernado y que Steve reconoció como aquellas que usaban para transportar prisioneros a la cárcel estatal. Abrieron la puerta y de ella bajaron más habitantes de Timely, entre ellos, la familia Richards, pero dejaron a una persona en la carreta: a Natasha.

La chica les gritó improperios cuando cerraron la puerta de nuevo. Entonces, Steve decidió rescatarla a ella primero. Tal como había llegado, se escabulló hasta la carreta. Para su sorpresa, la puerta estaba abierta y muy despacio, mientras Roxxon hablaba desde su caballo ganando la atención de todos, se deslizó en el interior.

—Nat—llamó.

—¿Steve?

Natasha estaba esposada a una argolla incrustada en la pared de la carreta, por ello, aunque quisiera, no podía salir. Steve avanzó hasta ella, y la luz que se filtraba por los barrotes, mostraron su rostro.

—Steve, Roxxon está loco.

—Lo sé—Steve abrió un compartimiento que tenía en su cinturón y saco una pequeña ganzúa—. Quiso enterrar vivos a los mineros.

—¿Cómo sabes eso?

—Estuve ahí, quería alcanzarte... ¿Dónde está Banner?

—No lo sé, los hombres de Roxxon dicen que algo le pasó. Lo obligaron a beber algunas de las botellas que llevaba consigo el día que volamos la presa y tal vez... no lo sé, dicen que abrió los barrotes de su celda y escapó.

Steve frunció el ceño, pero no se preocuparía por el doctor Banner en ese momento, en todo caso, estuviera dónde estuviera, estaba más a salvo que todo el pueblo junto. Encontró la combinación de las esposas y liberó a Nat, quien se movió hacia la ventanilla de la carreta, entre los barrotes, le señaló a un hombre robusto y bien vestido, que cabalgaba a un lado de Roxxon.

—Ese hombre—dijo Nat—, le vendió armas a Roxxon. Son armas muy poderosas al parecer, y nuestro amado gobernador quiere probarlas—eso último estuvo dicho con mucho desprecio. —¿Qué vamos a hacer, Steve?

—Lo único que podemos hacer, Nat: pelear. Y tenemos que ganar y salir ilesos, en especial tú, porque Bucky está vivo.

Nat lo miró asombrada.

—¿Qué has dicho?

—Lo tenían prisionero en las minas.

La chica se llevó las manos a la boca para no gritar y, después, sonriendo, abrazó a Steve.

—Más te vale no estar jugando—le dijo.

—Para nada, y te puedo asegurar que viene en camino. Nat, toma, cúbreme.

Steve le entregó una de sus armas, la pelirroja asintió, revisó que tuviera todas las balas y la amartillo.

—Cuando tú digas.

1872Where stories live. Discover now