Asia (Radia Allah Anha)

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Golpes en mi mejilla me despiertan. Siento mucho frío, eso en los lugares que siento. 

— Sultana...— me llama una voz. 

Abro los ojos y las preocupadas y grandes pupilas de Handan. 

— Ha....

— Ya despertó, Haseki. — suspira en voz baja. 

Se agacha y toma mi rostro en sus dedos cálidos. Siento un líquido sobre mis labios y abor la boca para saborearlo. Agua... Me dio de beber. 

Pero no pude dar ni dos tragos completos, cuando alejó la garrafa de mi boca. Se quita su capa y la ata a mi cuello para poder calentar mis hombros y cubrir mi espalda. Luego de ello se acerca a la puerta y toma una pequeña escalera y la coloca bajo mis pies para que pueda descansar un poco mis brazos. 

— Lo siento Haseki, he intentado quitarle las cadenas pero no he podido, y tampoco quiero que sospechen de algo— vuelve a agacharse al suelo y me vuelve a tomar de la mandíbula— le traje algo para comer. Es un poco de sopa caliente para que pueda tragarla con facilidad, y así se calienta un poco el cuerpo. 

Cuchara tras la otra terminó de darme todo el contenido del plato. Por fin mi estómago estaba lleno. 

— Averíguame quién me ha tendido esta trampa, Handan— consigo decir.

— Es la Sultana  Ayshe— me responde— Ella robó esa carta del cuarto del sultán y pagó a una de las sirvientas de la sultana Kösem para que la colase entre tus documentos.

— ¿Cómo lo sabes?

— Cogí a su sirvienta, Lana, y le sonsaqué la información. Mañana irá ante el sultán para contarle toda la verdad. 

— Handan...— y mi voz se rompe en un sollozo. 

Lloro, por mi mala suerte, por esta guerra estúpida en la cual no quiero participar. Guerra en la cual el premio es estar cerca de un hombre, y dormir en su cuarto. Y Handan limpia mis lágrimas, pero sigo llorando. Nunca pedí esto. 

Un ruido nos sobresalta. 

— Haseki no llore... Debo irme, esa es mi señal— susurra antes de tomar la cesta que trajo consigo y correr fuera de prisión. 

Quisiera decir que después de eso me quedé dormida y no recordé nada más, pero no fue así. Escuchaba ratas caminan bajo el pequeño banco bajo mis pies, intentaba ignorar la desagradable sensación de hormigueo en mis brazos por falta de circulación de sangre. Pasé horas, y horas. Hasta que escucho las puertas abrirse y entran unas sirvientas que comienzan a abrir las cadenas de mis manos. Me sujetan y me ayudan a sentarme sobre un banco desgastado de madera a un lado de la celda. 

Y entonces escucho sus tranquilos pasos  adentrarse hacia mí. A penas consigo levantar la mirada y la angustia sube a mi estómago. Sin embargo retengo el vómito porque acabo de comer y dudo que me traigan algo más de comer. 

— Aún no quieres hablar— afirma con tranquilidad.

— No sé...— comienzo, pero él me para con un gesto de su mano. 

Con otro gesto ordena a todos los sirvientes que salgan, y así hacen. 

— Puedo perdonarte lo que has hecho...

— Pero yo no hice nada— le digo indignada. 

Él suspira y se acerca a mí, se agacha delante de mis rodillas y me mira a los ojos con cierta superioridad. Levanta la mano y acaricia mi cabello, alejándolo de mi rostro. 

— Te perdono si vas con las sirvientas a prepararte para mí.

Sonrío. No puedo estar escuchando esto, no del mismo Murad que me dijo que no me iba a tomar de esposa si yo no lo quería así. Pero supongo que ahora veo su rostro real. 

La tercera SultanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora