Fátima bent Abdul Qasimi

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Me tapo la boca y camino siguiendo aquel sirviente. Él me iba a guiar.

Atravesamos el mercado, tan ruidoso y mal oliente como siempre, y cerca de los joyeros, el sirviente se para delante de una puerta de madera y toca con sutileza. La puerta se abre y él entra. Debe ser ahí.

La alegría llena mi pecho, y sin esperar mucho más, me acerco a la puerta y toco. Esta se abre, y cuando voy a dar un paso hacia adentro, algo pincha mi espalda y una voz me dice al oído en un susurro.

— Entra si no quieres morir.

Voy a resistir, mas me empuja hasta caer dentro y cierra la puerta a sus espaldas. Gritos de mujeres alarmadas corriendo a vestirse llenan mis oídos, hombres del vecindario tocan la puerta.

Me giro para ver a un hombre, encapuchado y que se acerca a mí. Los golpes en la puerta cesan, y las chicas desaparecen. Segundos más tarde aparece Mama Aicha con su velo y un cuchillo de cocina.

— No te acerques a ella.

— ¿Qué quieres?— consigo pronunciar.

Busco en mi ropa y consigo sacar la daga que me dio padre, la desenfundo y lo amenazo poniéndome en pie.

— ¿Quién eres?

Y por lo visto no se dejó de esperar. Se destapó la cara y quitó su capucha en ese mismo segundo. Algo me golpea con fuerza y despierto.

— ¿Sultán?

Mama Aicha, la oír esto, deja caer el cuchillo y hace una reverencia al instante.

— S-Sultán. Mil disculpas— se gira hacia donde desaparecieron las chicas— ¡Preparad el salón de invitados!

Él me mira con cierto desprecio. Se acerca a mí, toma mi mano con la daga y me susurra entre dientes, conteniéndose.

— ¿Desde cuando una mujer casada sale sin permiso y viene a casas de desconocidos?

En mi espalda cuecen los latigazos que recibí hace menos de tres días, y de pronto su imagen candado y jadeante después de darme la paliza de mi vida vuelve a mi memoria. mis ojos se llenan de lágrimas, e incapaz de pronunciar nada hago una reverencia.

— Cuando pregunto algo, tú respondes— vuelve a susurrar esta vez cerca de mi oído. Mis rodillas son caladas por una fría ráfaga que me hace perder casi el equilibrio. Sin embargo me mantengo helada en mi lugar.

— M-Mama Aicha hace buenos remedios caseros para las heridas— consigo susurrar.

— ¿Quién es tu madre Aicha?

— Yo sultán— la voz de Mama Aicha suena como canto de ángeles, como voz de ángel salvador. El sultán me suelta y se gira a escuchar a la mujer colocando sus brazos detrás de su espalda— Yo crié a Shahrazed desde el primer día que nació. Y cuando supe de sus heridas, envié a uno de mis sirvientes para que avise a su padre y la deje venir a que la cure.

De pronto sus pasos se acercan a ella, y yo empuño mi daga en mi palma. No sé lo que haré, pero mi límite es Mama Aicha.

— Entonces su padre sabe de esto.

— Sí, haga el favor de pasar, alteza. Las chicas le harán de comer.

La voz de Mama Aicha es firme, casi autoritaria. La miró una vez que Murad hubo desaparecido por la puerta de su salón y dejo caer mis lágrimas. Ella llega hasta mí y me acuna en sus brazos.

Me lleva hasta su cuarto, y sollozando le cuento todos mis males. Me ayuda a desnudarme, y no puede esconder sus lágrimas. No he visto mis heridas, pero sé que son profundas y dolorosas. Lloramos por unos minutos más, hasta que consigue tranquilizarme. Me ayuda a tumbarme en su lecho y comienza al fin a colocarme una crema, que la noto refrescante sobre mi espalda. Para nada parecida a los bálsamos que me ponían en palacio.

La tercera SultanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora