5.

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Había sido la habitación de su madre.

La de su infancia, adolescencia, juventud, hasta que un día la dejó para casarse con su padre.

Tan joven. Un noviazgo clásico.

Los abuelos la habían conservado tal cual, con la cama, el armario, la mesita, el gran espejo...

Un ritual mantenido todos aquellos años. Ningún cambio, salvo las paredes vacías. De niñas, cuando Ana y ella iban de visita, solían hacer la siesta «en la cama de mamá», como la llamaban. Ya ni recordaba cuando se hicieron tan mayores que dejaron de utilizarla.

La cama de mamá era ahora la suya.

La vida tenía golpes insospechados. Se sentó en ella y miró sus muñecas.

Los cortes de las de Elena eran mucho más aparatosos porque su compañera se había hecho una verdadera masacre, más que cortándolas, machacándolas enloquecida con lo que fuera que intentase quitarse la vida. En cambio, sus cicatrices eran pequeñas. No lo hizo a la desesperada, sino siguiendo las imágenes de tantas películas, en la bañera, con agua caliente, sabiéndose ya en paz porque llegaba al final del camino.

Estaría muerta de no ser porque su abuelo la había llamado, y al no responder...

¿La había salvado el destino?

Siguió mirando sus muñecas.

Tenía que tomar la primera decisión.

Llevar manga larga siempre, hasta en verano, o pasar de todo y dejar que el mundo las viera.

También podía ponerse pulseras.

Una docena de pulseras y abalorios.

-No es mala idea -se dijo a sí misma.

Iría a un mercadillo y listo.

La primera decisión de su nuevo estado había sido satisfactoria. No estaba mal. Le quedaban muchas más y no todas serían tan fáciles. Por ejemplo, ir al cuarto de baño, tres pasos más allá, y entrar en aquel lugar donde, egoístamente, había querido morir.

Aunque la decisión más acuciante era...

Frunció el ceño al ver, junto al armario, sus dos maletas.

Las maletas que estaban en su casa, no allí, y que por tanto... Sintió frío.

Se levantó, abrió las puertas del armario y se quedó alucinada al ver su ropa perfectamente colgada o doblada sobre los estantes. Toda su ropa. Y no solo eso. También vio en la parte de abajo dos cajas con libros, cedés, su ordenador portátil...

Abrió los cajones.

Braguitas, sujetadores, calcetines...

No supo si sentir furia o extrañeza.

Salió de la habitación con el gesto firme. Su abuelo llevaba cuatro meses impedido y, cuando tuvo el accidente en el que se rompió la cadera, todavía no habían hablado del futuro. Ni siquiera sabía cuándo saldría del sanatorio. Y la dichosa ropa no se movía sola. Temía la respuesta a su repentina zozobra. Regresó al comedor y le sorprendió mirando una de aquellas fotos. Una en la que estaban los cuatro, su padre, su madre, Ana y ella.

Por un momento estuvo a punto de no llamar su atención.

Pero su abuelo volvió la cabeza.

-¿Todo bien?

-¿Quién ha ido a por mis cosas?

-Hilario.

La zozobra se convirtió en furia.

-¡Abuelo!

-¿Qué querías que hiciera?

-¿Mandaste a un extraño a nuestra casa?

-Sí.

-¿Solo?

-Vamos, Dora. Es de confianza, puedes creerme.

-Pero revolvió...

-Es un gran chico -insistió-. No puedes ni imaginártelo. ¿Crees que soy tonto? También revuelve mis cosas, ha de hacerlo. No se lo habría pedido de no estar seguro de él. ¿Qué querías que
hiciese? Yo en silla de ruedas y tú... No sabía si tendrías valor o querrías volver tan pronto. Pensé que necesitarías tu ropa.

-Y la necesito -reconoció.

-Entonces no pienses más en ello, por favor.

Se imaginó al dichoso Hilario cogiendo sus braguitas y se puso roja.

¿Y si había entrado en su ordenador?

No quería pelearse con su abuelo el primer día, nada más llegar. Apretó los puños. Lo habia hecho de buena fe, y con lógica. Las circunstancias obligaban.

Todo era distinto.

-¿Puedo preguntarte algo?

-Claro, cielo.

-Antes de romperte la cadera... ¿fuiste alguna vez a nuestra casa?

La mirada se hizo crepuscular.

-No -reconoció el hombre.

La casa debía de estar tal cual.

Como se quedó el último día.

Ella intentó matarse sin esperar a volver, sabiendo que, entre otras cosas, no podría hacerlo.

-Habrá que ir -exhaló en un susurro.

-No hace falta precipitarse. Hay tiempo.

-Lo sé.

-Tus padres tenían dinero de sobra, y el asesor me dijo que no te preocuparas, que todo estaba
controlado. Tú decidirás si quieres venderla o no, si algún día quieres volver a vivir allí, sola, o si
prefieres quedarte aquí conmigo. Dentro de unos días, ya serás mayor de edad.

Su vida sería suya.

Quizás fuera una carga demasiado pesada.

No pudieron seguir hablando porque en ese momento escucharon el ruido de una llave y la puerta del piso abriéndose.

-Ahí está Hilario -dijo el abuelo.

Quizás mañana la palabra amor...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora