12.

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Dora también miraba su reloj.

Apoyada en otra esquina, en otra calle, tan escondida como lo estaba él.

De hecho, iba a marcharse ya, mitad avergonzada, mitad furiosa consigo misma. Por más que se

dijese que no era más que curiosidad, morbo, en su interior sentía algo muy diferente.

Un año perdido.

Un mundo nuevo.

¿Era la mejor forma de enterrar el pasado?

Dio un paso, sin apartar los ojos de aquel portal, y entonces le vio aparecer.

Igual, distinto, más guapo, menos jovial, más de lo uno, menos de lo otro.

Ismael.

Las escenas del pasado se abatieron sobre su mente, igual que si una compuerta del archivo de

sus recuerdos se hubiera abierto de pronto. El alud desparramó luces y sombras por todas partes.

Unas le llegaron al corazón, otras al estómago, las más estallaron como pompas de jabón,

silenciosas.

Aquellos días...

El amor irrumpiendo en su ser, la sorpresa erizándole la piel, el hormigueo en los dedos, el

sudor en las manos, las cosquillas de su vientre y, sobre todo, la cabeza del revés.

Extraña cosa el amor.

Todo su mundo se había puesto patas arriba.

Ismael y ella, los juegos de manos, las miradas, los roces, los primeros besos...

Dora se llevó una mano a los labios.

Aún podía sentirlos.

Su primera historia de amor.

La única.

Ismael caminaba a buen paso. Iba a perderle. Sin darse cuenta, echó a andar tras él.

Ni siquiera sabía por qué.

¿Para verle con Ágata?

Cruzó la calle, cambió de acera, observó sus movimientos. Llevaba el pelo más corto, vestía

con la misma sencillez y convencionalidad, sujetaba los libros que estudiaba con aquel eterno aire de

empollón.

¿Seguirían juntos de no haber sido por lo sucedido?

Probablemente sí.

Tampoco era muy distinta de él.

Si el amor era pasajero, ¿de qué servía? Entonces no valía la pena llamarlo amor.

-¿Cómo es posible que hayas caído en brazos de Ágata? -le preguntó desde el otro lado de la

calle.

Le dolía haberle perdido, pero más aún que él se hubiera echado a perder.

O no.

¿Y si era justo lo que le convenía?

-Cada cual encuentra lo que se merece, no lo que busca.

Era una buena frase.

Le siguió uno o dos minutos más, hasta que él cruzó una calle con el semáforo en rojo, a la carrera, y eso la disuadió de continuar con aquella locura.

Le dejó marchar.

-Adiós, Ismael -susurró.

La casa del abuelo quedaba a quince minutos. La suya, a cinco.

Quizás mañana la palabra amor...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora