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La moto se detuvo en la calzada. No era muy tarde, pero la calle estaba vacía. Hilario apagó el motor

y fue el primero en quitarse el casco mientras Dora bajaba de la parte de atrás haciendo equilibrios

para no quemarse con el tubo de escape. Cuando se liberó también de él, no supo qué hacer, si

dejarlo en el asiento o conservarlo entre sus manos. Se lo entregó. La imagen se le antojó divertida.

-Pareces un repartidor.

Hilario colgó uno de cada lado del manillar de la moto.

Y Dora se dio cuenta del detalle.

El motor apagado, las manos libres.

No, no estaba preparada para una escena, ni siquiera para un beso.

-Gracias por sacarme de casa -intentó ser sincera, pero también correcta.

-Ha sido muy especial, y muy valiente por tu parte.

-No, eso no -hizo un gesto de desagrado.

-Todo ha valido la pena. Incluso lo del bar, esa canción... Todo. Pienso que nada sucede

porque sí, que las cosas tienen una relación causa-efecto. Estos días parecías haber regresado a casa

de unas vacaciones, serena, aplomada, tan inusitadamente tranquila...

-¿Esa era la imagen que daba?

-Fuerte, sí.

-Pues por dentro...

-Me lo figuraba. No entiendo mucho de esas cosas, pero creo que el equilibrio es la base de

todo. Uno no puede estar a cien por fuera y a diez por dentro. Por eso me siento feliz de que

saliéramos.

-Hilario...

-¿Sí?

-No esperes mucho de mí, ¿vale?

El chico tragó saliva.

-Vale.

-Voy a volver a estudiar. Me ha dicho mi tutor que en septiembre me dará una oportunidad de

sacar el curso que me perdí.

-Esto es fantástico, ¿no?

-Es una oportunidad, y también una forma de obligarme a algo.

-Necesitas tiempo.

Dora bajó los ojos al suelo. Volvía la doble sensación. Por un lado, el deseo irrefrenable de

echar a correr. Por otro, el de seguir allí, bajo la noche, hablando con él de lo que fuera. Solo hablar.

Pero seguía aleteando el fantasma de la despedida.

El beso.

Correr, quedarse, correr, quedarse.

Y apareció la tristeza.

Una cosa era un ataque de pánico; otra, la ira, la rabia o la frustración. Los accesos de tristeza

la aplastaban igual que un trapo sucio, le robaban el aliento, le reducían los latidos del corazón,

como si la apagaran gradualmente. No tenía ganas de llorar, solo de menguar, desvanecerse en el

aire. Era una sensación nueva, que había aparecido en los dos o tres últimos meses, a medida que se

aceleraba su recuperación. En ella confluían la soledad, el miedo, la pequeñez humana y, sobre todo, el peso del futuro.

Una vida para recordar lo que un día fue.

Una vida por su padre, su madre y Ana.

Y se lo contó.

A él, sin más.

Quizás porque esa era su forma de besarle.

Contarle lo que no le había contado a nadie salvo al doctor Rocamora.

Aunque no todo, solo el principio.

-Yo tenía que haber estado con ellos, en el coche, esa noche -hundió sus ojos plácidos en

Hilario-. No quise suicidarme por miedo a la soledad. Lo hice porque me sentí culpable. Lo más

extraño es que me salvé porque cometí un error, actué mal, ¿entiendes? Me libré de morir por ser

mala.

-Dora...

-¿Crees que es justo?

-No lo sé, pero todo tiene una razón de ser.

-Pues ojalá encuentre la mía -se acercó a él, le dio un beso en la mejilla, cerca de la

comisura del labio, y luego se separó con igual calma y serenidad-. Gracias por esta noche, de

verdad. Gracias.

Se apartó de él sintiendo el calor de los ojos fijos en su espalda.

No volvió la vista atrás.

Abrió el portal y desapareció en las sombras.

Quizás mañana la palabra amor...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora