3.

426 11 0
                                    

El sol del exterior era distinto al sol del interior.

El sol del exterior golpeaba la calle, los árboles, la vida, y bañaba a las personas que se movían de un lado a otro sin ser conscientes de él, de su calor, de su fuerza.

El sol del interior era una luz dominante, una presencia única que los inundaba en las horas de patio, que les recordaba otra vida y les marcaba el camino de la esperanza.

Una vez fuera de aquellas paredes, lo primero que hizo fue levantar la cabeza.

El sol.

Ya no lo veía a través de una ventana, o flanqueado por los muros del sanatorio.

Era libre.

Dejó que su luz la bañara unos segundos y echó a andar en línea recta.

Un paso, dos, cinco, veinte, cincuenta y siete. Aquello era, sin duda, el primer golpe de su libertad.
Cincuenta y ocho.

Dio el siguiente. Y su corazón latió con fuerza.

No era un sueño.

Cincuenta y nueve pasos.

Estaba fuera y podía, podía, podía caminar en línea recta.

De un lado a otro, en el jardín principal, no se daban más que cincuenta y ocho pasos. Luego tocaba dar la vuelta, o rodear el perímetro.

Pero nunca dar cincuenta y nueve pasos en línea recta.

Cien, doscientos, trescientos...

-No llores -se dijo.

Tenía razones para hacerlo, pero sabía que, en ese instante preciso, era una muestra de debilidad, y necesitaba sentirse fuerte. No llorar a la primera de cambio. Si lo hacía en plena calle, solo por el sol o por caminar en línea recta, ¿qué sucedería en casa de su abuelo, cuando todo la bombardeara de manera inmisericorde?

Tampoco volvió la cabeza para mirar en dirección al sanatorio.

-Sanatorio... -bufó sarcástica.

Siempre había palabras que camuflaban la verdad.

Un manicomio era un manicomio.

Los de dentro estaban locos, y los de afuera, cuerdos. Más o menos.

Dejó atrás la parada del autobús, no prestó atención a los taxis que pasaban cerca y la miraban esperando una señal; lo único que quería hacer era andar.

En línea recta.

Mil pasos, dos mil, tres mil.

Disponía de toda una vida para llegar a casa del abuelo.

O, al menos, de toda la vida contenida en un día, unas horas, un momento que recordaría siempre.

Los de afuera decían que ella, una de dentro, ya no estaba loca ni era un peligro para sí misma.

Benditos fueran los muy capullos.

Dora no dejo de caminar.

Quizás mañana la palabra amor...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora