28.

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Hilario estuvo a punto de empotrarse contra un camión a la primera de cambio. Frenó la moto y sintió


un sudor frío bajándole por la espalda. Reemprendió la marcha y, justo en la esquina de su propia


calle, rozó de nuevo la tragedia al cruzar el paso cebra un niño de pocos años a la carrera. No lo


atropelló de milagro y, encima, casi se fue él al suelo.


La madre, ciega ante la realidad de que su hijo se le había ido de la mano, le insultó:


-¡Animal! ¡Si es que vais como bestias!


Cerró la boca y apretó el manillar de su moto.


Él, dominado por la violencia.


Subió a su piso desencajado, furioso. No por los incidentes del tráfico, sino por su estado de


ánimo. Tenía dos luchadores de sumo en la cabeza. Dos enormes y pesados tipos empujándose el uno


al otro y buscando la forma de derribar al rival. A la derecha, su deseo. A la izquierda, la razón.


Quería que ganara el deseo, pero se imponía la razón.


Punto a punto.


Entró en el piso y ahogó el eterno malestar de respirar aquel aire hediondo y viciado, cargado


de nicotina. No le dijo nada a su madre. La televisión y sus infumables programas basura eran una


frontera insalvable. Eso y la imagen de ella, empobrecida por la bebida y el eterno cigarrillo


sostenido entre sus dedos. Fue primero a su habitación. Dejó los cascos. Luego, al cuarto de baño, de


vuelta al maldito espejo.


Le ardía el beso de Dora.


Como si tuviera un ácido corrosivo comiéndole la carne.


Se tocó los labios.


¿Cómo podía ser todo igual después de aquello?


La razón, la razón, la razón.


«Cuidado con lo que deseas, porque puedes conseguirlo».


Iba a estrellar su puño contra el espejo y se contuvo. Iba a golpearse de cabeza contra la pared y


no lo hizo. Se movió igual que un perro enjaulado, de arriba abajo, rostro constreñido, la ira

Quizás mañana la palabra amor...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora