IV. Padres primerizos

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Un día común para el joven matrimonio con su hija de ocho meses. O bueno, lo suficientemente rutinario para destrozar la vieja monotonía de Craig.

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Escucha la voz de su madre entre sueños, diciendo la misma frase que ha pronunciado desde hace meses: "ni se te ocurra cagarla, Craig Tucker"

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Escucha la voz de su madre entre sueños, diciendo la misma frase que ha pronunciado desde hace meses: "ni se te ocurra cagarla, Craig Tucker". Dios, ¿por qué su progenitora temía tanto de que su único hijo varón hiciera una pendejada? Tenía ya veintiocho años, ¿acaso lo tomaba por imbécil? Bueno, la respuesta es sí. Laura mejor que nadie creía conocer a su primogénito, sabiendo cómo era éste con todos los bebés. Le daba lo mismo ver a un niño feliz o triste, le estresaba el llanto infantil y tenía muy poca paciencia hacia los críos, y la señora Tucker temía por la integridad de su nieta. O más bien, le preocupaba que su hijo le enseñara sus "malas mañas" a la pequeña de cabello oscuro y ojos verduzcos. Y vaya que tenía pavor de los padres primerizos; con uno indiferente y otro sumamente paranoico.

Todavía recuerda el rostro molesto de su madre, aquel día en que llegó de sorpresa y se topó con un rubio en crisis y a su hijo marcando desesperado al doctor, tras notar que la pequeña Lyra tosía mientras lloraba. Ambos eran sobreprotectores y paranoicos a su manera. Laura Tucker jamás creyó ver a su yerno más alterado de lo que conocía. Hellen Tweak nunca imaginó ver con tantas emociones romper el indiferente rostro de Craig. Ambas abuelas conocieron más a sus hijos una vez que su nieta nació. La niña del millón, la primera bebé que llegó a iluminar las vidas de muchos pueblerinos, y claro está, de los esposos que habían dado el paso a la paternidad.

Si alcanza a dormir más de cuatro horas, escuchará en su efímero descanso la voz de su padre diciéndole divertido: "dile adiós a tu vida marital". Al principio lo tomó como un comentario sinsentido, pero vaya que cobró sentido poco después de tener a la bebé en su casa. ¿Cuándo había sido la última vez que intimó con su marido? Ni lo recordaba ya. El mayor placer que podía tener la pareja era dormir más de cinco horas seguidas. Y ni siquiera eso conseguían. Tweek era un experto en dormir poco y estar alerta todo el día, Craig, en cambio, dormitaba en todas partes y se despertaba asustado cuando alguien interrumpía su siesta improvisada. Podía escuchar la risa burlona de su padre, cada vez que el azabache perdía el control de su apatía por no dormir bien y siempre estar al pendiente de su hija.

Si caía en los brazos del sueño profundo, veía a lo lejos el rostro iluminado de su hermana menor, cumpliendo el sueño de su infancia de ser tía. La detestaba en un buen sentido. Casi siempre estaba en su casa, haciéndole compañía a Tweek, llenando de regalos y afecto a la pequeña Lyra, tomándole tantas fotos que quién sabe cuántos álbumes había completado en los últimos ocho meses. Siempre estaba en su casa, y eso le ayudaba así como le molestaba. Tan atenta y dulce con su sobrina, la cuidaba cuando el rubio debía atender su negocio o cuando Craig tenía que ir al trabajo. Pero era un dolor de cabeza cuando se quedaba a dormir con ellos. Quejándose por la tapa del baño, regañándolos por ser tan desorganizados (aunque la culpa recaía en Tweek, pero claramente su esposo no lo iba a señalar), interrumpiéndolos cuando querían tener un poco de privacidad que, por obvias razones, Tricia no tenía por qué meter sus narices. Pero lo hacía.

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