"Recuerda siempre que eres único, exactamente igual que los demás."
Margaret Mead.
—¿E-Esa soy yo?—. Tartamudeé entre dientes al verme tendida boca arriba sobre el parqué de la sala del directorio. Mi cuerpo inerte yacía ahí, frente a mis ojos, inmóvil, sin respiración alguna, sin pulso. —Pero ¿Qué demonios?—. Los mareos y las náuseas me atraparon por vez primera. Entonces, todo se tornó oscuro.
Me hundí en un hoyo del que ya no pude salir, jamás.
Rebobinemos...
Jueves 20 de agosto, 2017.
Mi nombre es Margaret, ¿Mi apellido? Por esta vez, evitemos ese detalle. Estudié economía en una universidad promedio, y con eso me refiero a que no es de las más prestigiosas, pero fue suficiente como para brindarme los conocimientos básicos para subsistir en el mundo jodidamente competitivo en el que vivimos. Después de todo, odié que mis padres se desgastaran en pagar por mis estudios, de una u otra manera, hubiera preferido asistir a una escuela gubernamental, pero las huelgas y poca seriedad del país nos orillaron a apostar por las universidades de pago, en donde cualquier infeliz se siente con la capacidad moral y cognitiva de pisotearte cual basurilla esparcida en la acera.
Me gradué a los veintitrés, en contra de mi voluntad, puesto que siempre deseé haber tenido cualquier otro oficio, maquillista, decoradora, wedding planner ¡Qué se yo! los números nunca se me dieron bien en la escuela, y el análisis ¡Ni qué decir! Era más bien de esas chicas prácticas, de esas chicas de prueba y error. A mi edad, ya unas cuantas amigas estaban camino al altar o rodeadas de, al menos, dos hijos, un buen esposo, o un novio estable, pero heme aquí, siendo un fracaso en esos temas desde la pubertad. Quizás sea por mi aspecto físico no tan agraciado o por esos kilos demás que cada verano me proponía perder y jamás lo lograba, ¡Vamos! Con honestidad tampoco es que fuera Ugly Betty, pero me describía más bien como normalita. Otra debilidad que restaba puntos era las nulas ganas de hablar que siempre cargaba conmigo. ¡O la cara de póker! Esa clásica pokerface que afloraba sin siquiera notarla; la misma que incontables veces me trajo un sinnúmero de malentendidos. Mucha gente me lo insinuó alguna vez y hoy lo creo con fervor: Soy de aquellas personas a las que no te acercarías incluso si fuera algo de vida o muerte.
Hace sólo unas horas, cumplí los temidos treinta, en medio de una austera celebración con los pocos amigos que me propuse hacer a lo largo de estos años; unas botellas de Jagermeinster, globos vistosos de helio flotando por doquier y mi pastel favorito, crema pastelera y zarzamoras, fueron los protagonistas de una velada que apenas se extendió hasta la media noche; queda demás decir que a esta edad las amanecidas interminables y la resaca calan mucho más que a los veinte; por ello, todos estuvimos de acuerdo en evitar demasiado desgaste físico y dar por culminado el evento tan pronto como apagué las velas.
—¡Madre mía! Qué bien la he pasado ¡Ya descansa, mujer! Luces cansadísima—. Exclamó Silvia, mi mejor amiga desde pequeñas. Nos habíamos conocido en la escuela primaria y desde ahí, caminábamos juntas por la vida, disfrutando cada pequeño paso de la otra hacía el éxito personal.
—Lo mismo tú, ve directo a casa por favor y no te distraigas con un bar abierto a estas horas; te recuerdo que la tienda no se abrirá por sí sola mañana—.
—Eso no te lo puedo prometer, iré a por Lucciano, lleva cargando una gripe de los mil demonios desde el lunes—. Respondió formando un mohín de fingido asco en sus labios.
—¡Eres la peor novia, tía! Entonces ve a cuidar a ese pobre hombre—. Exclamé desde donde me encontraba, lanzándole cual pelota de baseball un vaso plástico semi destruido.
Ella asintió mostrándome una gran sonrisa que iluminó el espacio, como de costumbre, y cerró la puerta tras de sí.
De inmediato me desplomé en el descolorido futón de la sala pegando un profundo suspiro, ¡Por fin se habían ido! ¡Oh, soledad, cuánto te extrañaba! Era un grupo reducido, pero vaya que destruyeron el departamento entero. Vasos sucios por aquí, pedazos de torta sin terminar por allá, alcohol derramado por las esquinas y pedacitos de papas fritas pegoteadas en el piso. Si mi madre lo viera de seguro no soportaría las ganas de organizarlo todo de inmediato, su "Toc" por la limpieza no conocía los límites. Reí imaginando sus escandalosos gritos al ver tal desastre.
—¡Mierda, que ya no estoy para estas cosas! Soy todo el cliché de una pobre solterona ¿A qué si?—. Exclamé observando a mi mascota que arrastraba las patas en mi dirección.
La cabeza me explotaba, pero no demasiado como para lamentarlo, lo había pasado en grande después de todo. Gary, mi Beagle, dio un brinco recostándose con rapidez entre mis piernas. De inmediato, lo abracé, acaricié su lomo con sumo cariño y le observé por un largo rato al tiempo que tomaba una fotografía mental de cada mancha color miel en su curiosa silueta, la vida le estaba pasando factura, sus ojos negros y redondos delataban ya sus once años a mi lado. Era el símbolo más grande de fidelidad. Papá me lo regaló en mi cumpleaños número diecinueve, antes de separarse de mamá e intentar comenzar por sí mismo una nueva vida en las afueras de la ciudad. Gracias a Dios, a todos los ángeles, arcángeles y demás santos de mi devoción, decidieron hacerlo en paz, sin escándalos, quedando como los mejores amigos, profesando una relación en la cual reinaba la cordialidad. Al menos, eso fue lo que prometieron, por el bien de los tres, el día que se vieron en la obligación de confesármelo en un café cerca de donde vivíamos.
—Es hora de dormir, anciano, mañana aún debo trabajar. Pero te prometo que desde el lunes tendremos unos días para nosotros, ya aprobaron mis vacaciones, así que tú, yo y Netflix hasta el fin de los tiempos—. Susurré como si el pequeño can pudiera entenderme, y sé que lo hizo; siempre lo hacía.
Resoplé con resignación, finalmente todo había acabado y no quería pensar en el sinnúmero de actividades que tenía programadas para la mañana siguiente: Reuniones con clientes, reportes que entregar, ir al súper, ordenar la despensa, en fin, una lista interminable. La vida de adulto me tenía hasta los cojones. De saber que esto iba a ser así, tan asqueroso y horrendo, hubiera preferido que mamá me dejará atragantarme con esa plastilina Play Doh a los cinco años.
El sueño me embargó de pronto, obsequiándome una descarada invitación a rendirme ante los brazos del Dios Morfeo, tan agudo y voraz que apenas atiné a quitarme los tacones y tirarlos sobre la alfombra. A lo lejos observé un perfecto cuarto menguante rodeado de un par de refulgentes estrellas a través del balcón; no dude en recostarme y aprobar, con desmedido gusto, que mis ojos cedieran ante el cansancio habitual, pero créanme, de conocer mi futuro cercano, jamás me hubiera permitido cerrarlos.

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7 días con la muerte
De TodoSer adulto no es tan fácil, pero morir en el intento puede ser entretenido. Margaret ha llegado a los temidos treinta teniendo una vida aburridísima, hasta que un buen día de agosto, la muerte viene a por ella tomándola por sorpresa ¿Quién se puede...