El gato que tapizó mis entrañas

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Bien dicen que las puertas de la mente se vuelven cada vez más pesadas con el pasar de los años, la única vez en la que somos capaces de entrar y contemplar hasta el punto de deleitarse con la "locura" de un espíritu joven, son con aquellos que por primera vez llevan la cuenta de sus acciones en este mundo.

 Lo que han interpretado de quienes me antecedieron y fueron nombrados, no se compara con la bestialidad de la juventud mental que en principio tuvo lugar en lo que se me otorgó cuando era un crío, cabe recalcar que aunque trate de dar al pie de la letra cada hecho perspicaz de mi persona, mis propios recuerdos se han llenado de fantasías que ya a estas alturas, conllevan a creer que son solo ilusiones, pero debo tratar de persuadirte porque en verdad, esto sí ocurrió.

Durante mis primeros años de lucidez, tuve la perspectiva algo vacía, luego de nacer, cuenta mi madre Mary, que mi padre Manuel entró a trabajar directamente en comunicaciones, es decir, se volvió periodista (lo que consecutivamente le trajo consigo una multitud de travesías, que expondré después), pese a esto, tuvimos el infortunio económico de no persistir lo suficiente, ya que mi madre de todas formas también estudió comunicaciones, pero entró a una empresa de ventas.

Vivíamos en una residencia de un solo piso, dividida en tres habitaciones y el cuarto de aseo, claramente con su patio, y en frente una cisterna de agua; la puerta era de una madera refinada, aunque ya llevaba consigo unos ligeros recovecos del tiempo, por lo que se tuvo que instalar una puerta de metal que reforzara la seguridad de la entrada; además, se incluyó unas rejas en forma de picos que rodeaban a la vivienda, curiosamente el mismo color aparentemente esmaltado de las rejas, en un inició durante los días más soleados, tenían su reflejo cegador, tiempo después, se fue oxidando.

 La cocina, era lo que encontrábamos al entrar, unos pequeños anaqueles de madera procesada en conjunto con agarraderas de aluminio, el mesón poseía una forma común, es decir, rectangular; el espacio era de casi quince metros de ancho y veinte o veinticinco de largo, incluyendo el patio; en la cocina se encontraba también una mesa de vidrio oscuro, y su soporte negro, en forma de chorizo rebanado o algo por el estilo, lo que le atribuía a la habitación, el papel de sala-comedor, por retrospectiva, en una de las únicas ventanas se encontraba el sillón de tela café, y claro que la ventana poseía, el mismo estilo gótico de las rejas de la entrada.

Las otras dos habitaciones eran la que me pertenecía, en la que encontraba una estantería repleta de libros de antaño, coleccionados por mi madre y mi abuela; un armario café de madera de roble anteriormente esmaltada y con cambios elaborados por el taller que conoce mi madre; una mesita de noche del mismo labor que el armario; y por último, una cama con piezas de madera como base, y un colchón de pocas plazas que a pesar de la descripción, era muy cómodo; a un lado de la mesa de noche, se encontraba un televisor antiguo de esos "rellenos", en los que podíamos observar varias piezas, el cual no tenía control remoto, y poseía sus "juegos" de botones simples.

La habitación de mi hermana, por otra parte, correspondía a un dormitorio con una cama algo particular, ya que su base era de una madera complemente negra, tanto como la propia oscuridad en la profundidad del océano, su colchón de dos plazas que con versatilidad permitía que duerman tres personas fácilmente, y también, encontrábamos un moderno televisor de pantalla plana, control remoto, y las definiciones claras y hermosas. 

El patio era atestiguado por un montón de plantas, maleza, flores tales como rosas, amancay, bromelias, orquídeas, aroides, entre otras; y un frondoso árbol mimosa de unos cinco o seis metros de altura y que mis ojos le atribuían algo extraño.

Lo dicho, que vivíamos en esta humilde morada, claramente en un barrio sureño con apariencias sesudas y muy seráfica en Amancay. 

Propiedad que olvidé mencionar, era de mi abuela materna Dolores Collins Alvarado, que, en realidad, no le gustaba mencionar su apellido Collins por desperfectos con su padre, mi bisabuelo, sin embargo, lo menciono para mayor comprensión.

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