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Katniss se quedó tumbada en el camastro, con la cabeza bajo la manta, hasta que empezó a faltarle el aire. Al principio, mientras pasaban los minutos y oía a Peeta moverse por el camarote, sólo pudo pensar en el espantoso atolladero en que se hallaba. Pero, a medida que la prisión que se había impuesto ella misma comenzó a hacerse agobiante, su autocompasión fue convirtiéndose en ira.

¿Cómo se atrevía aquel hombre? ¿Cómo se atrevía Peeta Mellark a hacerle aquello?

La traía sin cuidado que Peeta hubiera estudiado en Harvard, que fuera un próspero empresario o que ostentara el título de conde de Wessex y fuera el heredero de su padre. Ni siquiera le hubiera importado que fuera el mismísimo rey de Inglaterra. ¡No tenía derecho a llevársela! No tenía derecho a raptarla y apartarla de su familia, y ella no pensaba plegarse a semejante forma de tratarla. ¿Qué era Peeta Mellark? Un americano. Nada más que un comerciante que se las daba de caballero. ¿Quién se creía que era para pensar que podía tratar a la hija de un noble inglés como si fuera una vulgar ramera?

Katniss se destapó la cabeza y se levantó del camastro ignorando el dolor del tobillo. Mientras posaba el pie bueno en el suelo y cubría su desnudez con la sábana, Peeta levantó la mirada de su escritorio.

—¡No tiene derecho! —gritó ella, y se acercó cojeando al escritorio.

Peeta se levantó, sorprendido, pero no tenía ya aquella sonrisa satisfecha en la caía.

—No quiero ir con usted, ¿entiende? —vociferó ella y, agarrando un libro que había en una esquina del escritorio, se lo arrojó—. ¡No quiero ir a América!

Él agachó la cabeza y dio un paso atrás.

—Te acostumbrarás a la idea. Boston es una ciudad maravillosa, muy distinta de Londres, pero emocionante a su modo. Podrás acompañarme al teatro, a conciertos, a fiestas y cenas con los hombres y mujeres más ricos y exitosos de los Estados Unidos.

—No quiero ser su amante. No voy a ser su amante —gritó ella, y agarró otro libro y se lo tiró.

El libro golpeó el hombro de Peeta y cayó luego al suelo de madera con un golpe sordo.

—Te harás a la idea. Puedo ser encantador, de veras —sus ojos centellearon—. Hay quien dice que tengo buena mano con las mujeres.

Ella agarró una bota y se la arrojó.

—¡No voy a hacerme a la idea!

—¡Ay! —exclamó Peeta cuando el tacón de la bota golpeó su frente—. ¡Basta ya, Katniss! Uno de los dos saldrá herido.

—Oh, sí, uno de los dos saldrá herido, pero le aseguro que no seré yo —mientras sujetaba la sábana con una mano contra sus pechos, Katniss agarró una bolsa de cuero que había en el suelo, intentó equilibrarse sobre el pie bueno y alzó a duras penas la pesada bolsa por encima de su cabeza.

—¡Ya es suficiente! —Peeta se abalanzó hacia ella, la enlazó por la cintura y la hizo perder el equilibrio. La bolsa cayó al suelo y ella cayó hacia atrás y sintió una punzada de dolor en la planta del pie bueno. Peeta la sujetó en sus brazos para que no cayera al suelo y la apretó contra sí.

—¡Suélteme! —chilló ella—. ¡Suélteme!

Él la apretó con más fuerza, amoldando su cuerpo musculoso al de ella. En un esfuerzo por escapar, Katniss se echó hacia atrás y ambos perdieron el equilibrio y cayeron sobre el estrecho camastro. Peeta aterrizó sobre ella.

—¡Oh! —exclamó Katniss al ver que la sábana resbalaba y sentir el roce áspero de la mejilla de Peeta sobre la piel delicada de su pecho—. ¡Cuánto pesa! —apartó la cara de él.

Ojos de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora