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Katniss dedujo rápidamente que su trabajo consistía en hacer todo aquello que no había sido asignado ya a otra criada o doncella, lo cual significaba que tenía que realizar las tareas más arduas y sucias de la casa. A media mañana de su segundo día en Boston, había lavado, secado y guardado todos los platos sucios del fregadero, barrido la cocina, fregado a mano la escalinata de entrada, sacado brillo a seis candelabros de plata, al pomo de la puerta principal y a la aldaba, y llevado las sobras de la mesa y la cocina al montón de estiércol que había tras el cobertizo del jardín. Ahora, la lavandera le había ordenado recoger las sábanas de las camas de las cuatro alcobas del segundo piso, así como las toallas sucias del cuarto de baño del señor Mellark.

Su primer error fue intentar usar la escalera principal y, tras una regañina de la señora Dedrick, a la que apenas lograba entender, subió lentamente por la estrecha escalera de servicio, cargada con una gran cesta que le había dado la lavandera.

Su segundo error fue dejar vagar a su mente. ¿Toallas del cuarto de baño? ¿Peeta tenía en su casa un cuarto dedicado al baño?

Había descubierto que Peeta era mucho más rico de lo que había imaginado y que vivía rodeado de lujos cuya existencia ella desconocía. Armand, que tenía muchos sirvientes y esclavos, era un hombre rico, pero su éxito no tenía ni punto de comparación con el de Peeta. En Londres, la alta sociedad se había mostrado impresionada por las casas y los títulos que había heredado del difunto conde, pero nadie sabía allí cómo vivía el nuevo lord Wessex en su país.

Su casa, construida en un acantilado sobre la bahía, no estaba del todo amueblada, como él ya le había dicho, pero las habitaciones que estaban ya completas eran magníficas. Peeta mezclaba lo viejo con lo nuevo, como los muebles estilo Luis XIV del salón y las sencillas piezas de madera de cerezo que había en un despacho y cuyo estilo —según le había dicho una de las doncellas— era conocido como Shaker. Todas las habitaciones estaban perfectamente armonizadas, desde las telas de las sillas hasta los hermosos cuadros de las paredes. Mientras que el comedor pequeño tenía un aire claramente asiático, con sus alfombras orientales y su porcelana, el comedor grande ostentaba una mesa francesa del siglo XVIII.

Y Peeta no reparaba en gastos, ni en el diseño o la construcción de la casa, ni en la decoración. En cada habitación había al menos dos alfombras: algunas chinas, otras turcas, a cada cual más bella. En todas las habitaciones había auténticas obras de arte. Katniss reconoció varias obras de Jean Antoine Watteau y Antón Raphael, pero sospechaba que otras muchas eran de artistas americanos. Y había también esculturas y cristalería fina, y cerámica que parecía llegada del otro lado del mundo.

Mientras subía la estrecha escalera con la cesta para la ropa, no pudo evitar preguntarse qué había en el cuarto de baño de Peeta y qué lo había impulsado a construir una casa tan magnífica. Pero no sabía siquiera si tendría ocasión de preguntárselo. Desde que se separaran la mañana anterior, Peeta no había hecho intento alguno por ponerse en contacto con ella y, aunque sus tareas no la hubieran impedido buscarlo, Katniss no tenía ni la más leve idea de dónde encontrarlo. Había oído decir al novio de Myra, que trabajaba en los establos, que el señor Mellark se había ido temprano a sus oficinas en el puerto.

Si quería encontrarlo y decirle lo que pensaba, no quería en cambio que nadie notara su ausencia, porque no sentía deseo alguno de ser ella la que explicara aquel sinsentido. Peeta había montado aquella farsa. Que se la explicara él al servicio. Por ahora, ella pensaba llevar a cabo sus quehaceres lo mejor que pudiera, pese a que tenía ampollas en los pies por llevar aquellos zapatos bastos y grandes y empezaban a salirle callos en las manos.

La primera alcoba en la que entró no se había usado recientemente —ello saltaba a la vista—, pero de todos modos deshizo la cama, como le habían ordenado. Al entrar en el segundo dormitorio, se dio cuenta de que era aquél el que usaba Peeta. La habitación sólo evocaba su presencia —el artesonado oscuro, las cortinas verdes oscuras de la cama y los cortinajes de las ventanas—, sino que también olía a él.

Ojos de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora