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Lady Wessex echó el velo sobre su sombrero parisino de ala ancha y entró en la iglesia. Sus tres hijas iban tras ella. El gentío que llenaba el vestíbulo se abrió para dejarle paso.

—Daos prisa —dijo lady Wessex sin volverse hacia sus hijas— o llegaremos tarde otra vez. Ningún hombre quiere a una mujer que llega siempre tarde.

—¿Cómo voy a darme prisa? —gimoteó Camille mientras intentaba alcanzar a su madre—. Este vestido me está estrecho y no puedo respirar.

—Llevo semanas pidiendo vestidos nuevos, mamá —susurró Portia—. Estoy segura de que lord Cárter...

—Bah, ¿a quién le importa lord Cárter? —replicó Camille, y se volvió para mirar a Portia, que caminaba a su lado. El organista había empezado ya a tocar el introito. Llegaban tarde—. Yo tengo que casarme primero. Mamá ya me lo ha prometido.

—¿Y con quién piensas casarte exactamente? —preguntó Portia—. Ahuyentas a todos los hombres que vienen a visitarnos con tus continuas quejas.

Entraron en la capilla por el amplio pasillo central.

—No es cierto, ¿verdad, mamá? —preguntó Camille con su voz aguda—. No asusto a los caballeros. Es sólo que somos muy exigentes, ¿verdad?

—Ya basta, jovencitas —lady Wessex alzó la nariz bajo el ala ancha de su sombrero y se encaminó directamente hacia las primeras filas, a pesar de su tardanza—. Estamos en la casa del Señor. Mostrad la debida humildad —se deslizó en el tercer banco de la izquierda. Aunque no había bancos asignados a cada familia, aquél era el banco de los Wessex en la iglesia de Saint George desde hacía más de un siglo, según decía su difunto marido.

En el instante en que lady Wessex y sus hijas se sentaban, el sacerdote entró y la congregación se levantó para cantar. Lady Wessex se tomó su tiempo para buscar la página adecuada en el libro de himnos que llevaba bajo el brazo. Después se volvió hacia su querida amiga, lady Wellington.

—Temía que estuvieras enferma —susurró lady Wellington con la vista fija hacia delante.

—Llego tarde, lo sé. Hay tanto que hacer ahora que vuelve a haber un hombre en casa... —explicó lady Wessex.

—Lord Wessex, el americano, sí. ¿Es muy exigente?

Lady Wessex esbozó una sonrisa condescendiente.

—No más que cualquier otro hombre, me temo.

Lady Wellington bajó la boca y miró a Camille.

—¿Está tan prendado de tu Camille como todos esos caballeretes que van a verla?

—Oh, desde luego —respondió lady Wessex y luego cantó las últimas palabras del versículo, empezando en mitad de una frase.

—Buenos días, lady Wessex —dijo lady Marlboro desde el banco de atrás.

Varios parroquianos miraron a las mujeres con evidente fastidio. Lady Marlboro, aunque buena amiga de lady Wessex, era dura de oído y siempre levantaba la voz más de lo necesario.

—Buenos días, lady Marlboro —dijo lady Wessex volviendo la cabeza.

—¿Las ha visto? —preguntó lady Marlboro a su oído, demasiado fuerte.

La congregación seguía cantando y los parroquianos las miraban con desagrado, pero ninguno se atrevía a pedirles que dejaran de hablar. Lady Wessex era la comidilla de Londres desde la llegada del heredero de su marido. Todos querían estar a bien con ella, con la esperanza de que los invitara a sus tés, sus bailes y quizás incluso a la fiesta de compromiso de su hija... si era cierto lo que se decía acerca de que el americano había puesto sus ojos en Camille, la hija mayor de lady Wessex.

Ojos de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora