Íntimo.

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La música suena sin cesar de los altavoces del centro comercial. Es música linda y tranquila, me hace pensar en lo hermoso que todo sería si la tuviera siempre música de fondo acorde a la situación.

Las caras  de las personas pasan a mi lado, caras anónimas que no recordaré saliendo de aquí, fantasmas olvidados en la memoria, vivos en el subconsciente,  listos para salir en sueños como actores de reparto en una obra teatral inexistente.

Las tiendas anuncian demasiados descuentos y promociones que solo dejan al desnudo lo poco que les cuesta fabricar y comercializar. A la gente no le importa gastar, no le importa despilfarrar el poco dinero que tienen en cosas que no necesitan. Echarán la culpa al gobierno porque al final del mes las cuentas no saldrán, pero por lo menos ahora tienen dos camisas más en su armario, las cuales serán olvidadas dentro de poco.

Mis Vans casi no hacen ruido al pisar los brillantes mosaicos de la plaza. Mis ojos ven los artículos que venden las tiendas, pero no observan. Camino de una tienda a otra sin prestar atención a lo que se me cruza en el camino. Entro a una tienda y me enamoro de una chamarra completamente negra, como las que usan los jugadores en las universidades, pero mi ilusión se derrumba al mirar el precio. La dejo en su lugar antes de que se me acerque el empleado y me pregunte si necesito ayuda.

Mientras busco otra tienda contemplo los grupos de chicas que se sientan cerca de las fuentes, con sus bolsas de diseñador y sus pestañas postizas. Plástico sobre plástico. El olor a pan recién horneado sale de una tienda abierta que exhibe baguettes y pastelillos recién horneados, entro y el calor me abraza, quitándome el frío que el aire acondicionado produce. Me atiende un chico muy lindo, de cabello rubio y mirada brillante, me sonríe y le sonrío. Pago con el último billete de mi billetera y espero a que mi orden esté lista. No quiero fijarme mucho en el chico barista, no porque no sepa si es gay o no, sino porque mi mundo es turbulento y excesivo algunas veces… muchas veces. Soy como un electrocardiograma, subo y bajo arrítmicamente, no quiero arrastrar a  alguien más conmigo. De por si mi vida es como un mar alterado dónde las olas me revuelcan y me jalan cada vez más adentro, olas con cara y nombre: Aaron y Sean.

Quiero dejar de pensar por un tiempo, poder apagar mi cabeza y remitirme a vivir lo que hago en este instante, poder apreciar el dorado color del pan, poder disfrutar el olor a pan recién horneado, a sentir como mis pulmones se llenan de aire, pero no puedo, nunca puedo. Siempre sale de lo más límbico de mi imaginación una imagen que me nubla los sentidos.

Tomo mi orden de la barra y me despido del chico, dejo lo que me ha dado de cambio en el bote de las propinas, él me agradece y yo sonrío antes de regresar a la mesa en la que he estado sentado. Como poco a poco, con pequeños mordiscos. Amo las tiendas así, son íntimas y precisamente por eso nunca duran mucho. Es como si a la gente no le gustara estar con ellos mismos, como si necesitaran una multitud de extraños para sentirse bien.

Antes de que me dé cuenta me he comido todo mi pan y bebido tres cuartos de mi café. Me levanto y tiro la envoltura y las migajas a la basura. Le dedico una mirada más al chico detrás de la barra quien mira la caja registradora. Tiene una sonrisa apenas perceptible en los labios, sus dedos teclean la pantalla. Me despido con la mano discretamente, sin que él se dé cuenta, es la única manera en que puedo hacerlo. Solo puedo ser valiente cuando nadie me ve.

Eres mío Donde viven las historias. Descúbrelo ahora