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Luna observaba el techo mientras su cuerpo se sacudía descontroladamente. Movimientos violentos se apoderaron de ella, como un maléfico demonio que se rehusaba a abandonar su joven cuerpo. Estaba indefensa, sin controlarlo, sin detenerlo. No sabía que podría ser peor, si ser consciente de ello o no poder hacer nada para impedirlo.

Unos gélidos y rígidos brazos ciberobóticos le sujetaron las muñecas mientras le ataban a la camilla. Entonces, una espesa neblina cegó sus ojos y como sumergida en líquido, comenzó a flotar. Flotaba libremente, en un universo infinito que la alejaba de allí. Se sintió ligera, como si nada le pesara, como si no estuviese constituida de materia. Solo era ella, sin serlo realmente. Entonces, un remolino de colores intensos se aglutinó a su alrededor, como en un viaje que aumentaba de velocidad. No tendría tiempo de pensar y no era necesario.

En un instante se sintió devuelta en su cuerpo, pero no se encontraba en el hospital, sino en un lugar distinto, muy lejos de allí.

Lentamente, levantó la vista. Todo estaba obscuro. Confundida se levantó con parsimonia. ¿Cómo había llegado hasta allí?

De a poco, una leve luz iluminó el cuarto como el mismo amanecer. Entonces aquella habitación ya no le resultó tan extraña. Se trataba del escenario dónde había actuado por años, el escenario del domo. Únicamente eran las paredes de fibra de carbono, transparentes y sin hallar nada más, toda la escenografía necesaria podría materializarse cuando se encendía el suelo. Como la misma vida, la escenografía era una ilusión, un reflejo holográfico con sorprendente parentesco. Se encontraba descalza y vestida tan solo con una delgada bata blanca. Comenzó a caminar y bajó las escaleras hasta las butacas del público.

Escuchó un ruido, como si alguien se ocultara. Buscó a su alrededor, pero no había nadie allí, solo ella, en una tremenda soledad. Siguió caminando hasta la puerta del teatro y una refulgente luz chocó sobre su rostro.

Allá afuera hacía un magnífico día, como el renacimiento de la primavera. De alguna manera extraña había llegado a un campo de pasto frondoso. Hileras de gigantes girasoles cubrían el panorama: sus flores favoritas.

Todo era hermoso con una suave fragancia de paz que impregnaba la atmósfera. Aquello no podría tratarse del domo, en realidad nada se le comparaba.

Dio sus primeros pasos al frente y la suave brisa golpeó sus pies con una cálida fragancia. Sintió una sutil alegría inefable, inexplicable. Como si nada más importase, solo ese momento. Entonces escuchó un tierno sonido, como si el viento tuviese propia voz. Siguió caminando, llena de esperanza a cada paso. Caminó por los girasoles y los dedos de sus pies se llenaron de tierra, pero aquello no le molestaba, era como ser libre por primera vez. Sin preocupaciones, sin afanes, sólo aquel momento importaba.

Siguió caminando y cada paso fue más largo, con más ímpetu que pronto se volvió en una carrera a lo largo del campo.

Su cabello plateado onduló al viento, la brisa salpicó sus piernas y brazos; y una sonrisa apareció en su rostro. Corrió y corrió, riendo sin razón. Una increíble felicidad le inundaba. Llegó al final del surco, donde terminaba el campo de girasoles y entonces escuchó

nuevamente al viento: Luna Todo pareció obscurecerse, el paso del día a la noche transcurrió en unos cuantos segundos. Volteó, pero solo consiguió alborotar su melena. Miró al frente, en la dirección opuesta y entonces la figura de un joven hombre le miraba desde lejos, bajo un claro luz de luna. Tuvo curiosidad por saber quién era y qué hacía allí, o mejor ¿Qué hacía ella allí?

AndrómedaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora