Prólogo

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Casiopea Collins entraba a la sala de partos siendo llevada por un par de enfermeras humanas cualificadas que empujaban el carrito móvil de emergencias. Se había acostumbrado tanto al trato de los ciberbots y figuras holográficas que ahora el cuidado de los humanos se le antojaba extraño. Sentía como si hubiese sido ayer cuando se despedía de Júpiter a las afueras del domo. Lo recordaba muy bien.  ―Te amo—Le susurraba él a su oído mientras besaba sus mejillas tersas. Podía sentir como su barba, humedecida por el llanto, rosaba su piel suavemente. Sus brazos se aferraban a ella, envolviéndola en un inútil intento desperado por retenerla. ―Yo también—Logró articular. Deseaba poder confesarse por completo, pero los sollozos ahogaban sus palabras y el silencio se convertía en su aliado. Júpiter posó la mano sobre su vientre y con movimientos circulares le acarició. Se colocó de cuclillas y dio un suave y prolongado beso al fruto de su mutuo amor. Ella reprimió un gemido. Nunca más volvería a ver a ese hombre, pero la certeza no era suficiente consuelo para mitigar su dolor. El dolor de llevar una vida errante, de ser el repudio del Proyecto y la vergüenza de su raza. ―Siempre serás mi orgullo—Le decía Júpiter mientras volvía a besarle el vientre—Siempre serás mi orgullo—Replicaba mientras sus ojos, centellantes por las lágrimas, revelaban como la desesperación le consumía, detrás de ese sincero e impávido cariño. Ella le acarició los castaños cabellos y tomándole por el rostro entre sus manos, le hizo levantarse de nuevo. Le vio directo a los ojos, claramente azules, y clavó en ellos una última mirada de recuerdo. Él tomó un mechón rubio de ella y con delicadeza, como siempre gustaba tratarle, colocó ese travieso mechón detrás de su oreja, despejándole la frente. Así, él pudo apreciar por ocasión última esa obra de la naturaleza que tanto le fascinaba. Esos carnosos labios carmesí en una boca cuyas palabras eran encantadoras. Esos ojos cafeses claro bajo unas onduladas y largas pestañas. Un par de cejas finamente arqueadas y esos coquetos lunares estratégicamente dispersos en el rostro que le hacían perder la cordura. Era una auténtica belleza, pero lo que realmente apreciaba era el genio de esa mujer que ahora veía partir, después de haber demostrado ser tan brillante y competente como las propias mujeres genéticamente diseñadas del Proyecto. Ella le cogió las manos y besó sus nudillos, luego, con pasos lentos, se acercó a él cuanto su vientre de media luna, en ese entonces de seis meses, se lo permitió. Entonces, estando cerca de él, estiró su cuello cuanto pudo. Él se inclinó bastante. Le tomó por la cintura y sutilmente, le introdujo un anillo al interior del bolsillo de su vestido sin que ella lo notase. Ella se acercó a sus labios y en un atrincherado último beso apasionado, se despidieron; para siempre. <<Para siempre>> Una nueva punzada de dolor penetró en su vientre, devolviéndole a la realidad. Los recuerdos se esfumaron como una dispersa neblina y ahora veía como era ingresada al quirófano al momento que su pulso se aceleraba y su frente se moteaba de sudor como perlas. El recuerdo de Júpiter, aquella dulzura de ese último beso se mezclaba con el amargo sabor del dolor. —Un poco más y todo terminará—Replicaba la enfermera mientras administraba una dosis alta de oxitocina que dilataría el canal de parto. Un doctor, que se calzó un par de guantes, se colocaba frente a ella, cuyas piernas estaban abiertas en par para recibir al bebé. ―Ya puedo ver la cabeza...ya viene—Anunciaba el doctor. Casiopea tomó un último y largo suspiro. Deseaba con ardor que Júpiter se encontrase allí, sujetándole la mano, mientras veía nacer a su hijo. Pero, como sabía hacía meses atrás, eso no sería posible y debía afrontar sola el destino que le esperaba, sea cual fuere. Las extremidades le quemaban de forma diabólica y sentía como las fuerzas la abandonaban. Sintió la contracción, era el momento. Tomó una bocanada de aire fresco. Debía realizar este esfuerzo tan necesario, por ella, por su hijo. El instinto de pujar y remover se apoderó de ella en un éxtasis de adrenalina. Abrió la boca en un bramido, inundó la sala en un grito, luego se desplomó en la camilla. Un llanto irrumpió en la habitación. Una niña había nacido. El doctor alzó a la pequeña entre sus manos, quién fue recibida rápidamente por un par de enfermeras que la envolvieron en una manta y la colocaron sobre una mesa. Limpiaron los residuos del líquido amniótico, revisaron sus signos vitales y finalmente, como un bultito de mejillas rosas, llevaron su saludable hija a los brazos de su madre. Casiopea lloraba, quizá del dolor o de la felicidad de ver finalmente a la criatura que su útero había albergado los últimos nueve meses en gestación. Por decisión propia, se había negado acudir a cualquiera de los "oráculos moleculares" que disponían de lecturas genéticas para pronosticar la posible apariencia y personalidad de su bebé. Todo cuánto veía ahora era una verdadera sorpresa. La tomó entre sus brazos. El cráneo; perfectamente redondo. El cabello; abundante y de castaño obscuro. No pudo evitar sonreír. Esa melena había sido heredada de su padre. Tomó su pequeña y frágil mano. Sus dedillos; largos. Los brazos; fornidos y las piernas; sólidas y fuertes. Tenía todo el fenotipo de un bebé saludable. ―Es un milagro de la naturaleza—Decía el doctor acercándose a ella. Se había despojado de los guantes y después de seguir el protocolo de limpieza post parto; ahora se acercaba con un mediano taburete y una carpeta para el archivo. Casiopea seguía viendo fascinada a su hija. Al igual que ella, no había sido diseñada en laboratorio. No había podido escoger los caracteres que deseaba heredar, ni siquiera tuvo control de su personalidad. Todo se reducía al azar, a la buena suerte. Y esperaba que ella tuviera buena suerte pues, realmente la necesitaría. ― ¿Ha pensado en un nombre? —Preguntó el doctor sacando un bolígrafo de su bolsillo y abriendo la carpeta del nuevo archivo. Pese a la avanzada tecnología en informática y su fácil acceso, los datos de los recién nacidos aún se conservaban en archivos a mano, como una burda copia de seguridad. Casiopea repasaba los nombres que tenía en mente, decidiendo cuál de todos sería el adecuado. Los nombres de varones estaban descartados; la decisión se reducía a dos. En ese momento, la bebé se agitó entre las mantas. De manera inesperada, abrió ambos párpados lentamente. Con parsimonia, Casiopea y el doctor esperaban expectantes observar sus tiernos ojos. ¿Serían azules como los de su padre? ¿Cafés como los de su madre? Finalmente ella reveló sus delicadas retinas. Casiopea sonrió. Eran iguales a los suyos. Pero entonces, consternada, distinguió un destello de distinto color en el ojo izquierdo. Con una mirada de preocupación, llamó al doctor y este se acercó aún más al rostro de la pequeña. Ambos quedaron perplejos. A un costado de la pupila del ojo izquierdo, yacía una mancha que moteaba medio iris de violeta. ―Es...—Estaba por anunciar el doctor muy sorprendido. Incluso para los del mundo exterior esa afección era inusual. —Heterocromía parcial—Completó Casiopea. Conocía el fenómeno. Había tenido una formación como médica en la universidad estatal de Pensilvania. —La revisaremos para estar seguros qué esto no esté ligado a alguna enfermedad—Informó el doctor mientras garabateaba rápidamente sobre las hojas del archivo. Casiopea se sintió un tanto preocupada. Si la heterocromía era síntoma de una neurofibromatosis, o del síndrome de Waardenburg nunca se lo perdonaría. ― ¿Tiene el nombre? —Instó el doctor de nuevo. Ella observó nuevamente a su hija. En realidad, aquellos ojos le parecían preciosos. ―Llevas una galaxia en tus ojos—Le susurró suavemente y entonces, como una epifanía, supo cómo le llamaría. Le dio un tierno beso en la frente y volvió la mirada al doctor, quién esperaba impaciente con bolígrafo en mano. Entonces en un suave susurró lo anunció. ―Andrómeda.

AndrómedaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora