Prólogo

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Prólogo

– ¡Señores! ¡La esperanza ha vuelto a nosotros! – exclamó Nick Fury, dejando caer con gran estrépito una gruesa carpeta sobre la mesa junto a la que se encontraban Rogers y Barnes.

El rubio dio un respingo y casi dejó caer su café sobre su regazo, por lo que le dedicó una poco amable mirada a su jefe mientras que Bucky se mordía los labios para contener una carcajada. Sus ojos traviesos se cruzaron con los de su compañero y ambos miraron al hombre que, con las manos en las caderas, sonreía triunfal. En los años que llevaban en el servicio, jamás lo habían visto sonreír así, de modo que debía ser algo realmente importante. Algo grande.

– ¿Qué pasó, jefe? – preguntó Barnes, girando su silla para enfrentar al moreno mientras subía sus pies al escritorio.

– Baja los pies de ahí, Buck– recriminó Steve antes de tomar la carpeta entre sus manos. Revisó someramente los folios y alzó sus asombrados ojos azules hacia su jefe– ¿Esto es cierto? ¿La encontraron?

– ¿A quién encontraron? ¡Háblame, jerk! – exigió Bucky, quitándole la carpeta con rudeza.

En la primera hoja, estaba la fotografía de un hombre mayor, de rasgos recios y mirada adusta. Vladimir Rostokov, el jefe de la Krásnaya Máfiya operante en Nueva York era un pez gordo que llevaba años escapando de ellos, incluso desde antes que Steve y él entraran a la fuerza. Nunca habían encontrado nada que lo inculpara directamente, sus secuaces se ocupaban de cubrir perfectamente sus pasos, pero, todos sabían quién era el que estaba detrás de aquellas masacres de familias enteras, del juego ilegal y de la prostitución en el Bronx. El FBI había intentado muchísimas veces echarle el guante, pero siempre se les escurría de entre las manos como agua.

Era un hombres listo y cruel y se aseguraba la fidelidad de sus hombres mediante métodos brutales: cualquier que se atreviera a desafiar sus órdenes o, peor, a delatarlo con las autoridades no sólo era asesinado, sino que era obligado a presenciar la tortura y la muerte de sus familiares. Trabajar para él no siempre era una opción. A veces alguien dentro de su territorio estudiaba alguna profesión que él consideraba necesaria, o abría un negocio que le podía servir de fachada y se apropiaba de ellos como si por el hecho de vivir ahí, todos fuesen de su propiedad.

El caso más sonado había sido el de los Maximoff. Primero, habían desaparecido a la madre, Magda Maximoff, a quién habían encontrado dos semanas después en la cajuela de un auto abandonado. Luego, había sido el padre, Erik Maximoff. Él apareció en una fábrica abandonada, sepultado bajo una tonelada de arena. La autopsia decía que había sido sepultado vivo. Finalmente, Pietro Maximoff, el hijo mayor de la familia, había caído a tiros cuando quiso vengar a sus padres en un ataque de ira que le costó la vida. De la hija no se sabía nada. Al menos hasta ese momento.

– ¿Wanda Maximoff? Creí que era una niña...– comentó, mirando la fotografía de una muchacha en sus veintes, con grandes ojos verdes y el cabello castaño que le enmarcaba el rostro dulce en suaves rizos.

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