James Buchanan Barnes es un agente del FBI que va por la vida dando tumbos. Nadie lo ata y nada lo detiene. Al menos, hasta que cae en sus manos la misión de proteger a una importante testigo.
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Capítulo III
Mijaíl Rostokov descendió del avión y dirigió sus pasos pesados y seguros a la salida de la terminal. Dos hombres, vestidos estrictamente de negro y de presencia imponente lo esperaban, ya con sus maletas en las manos. El hombre les hizo una seña apenas perceptible y ellos lo siguieron hacia la camioneta que los esperaba fuera de las puertas. No era una zona apta para la recepción de pasajeros, pero nadie se atrevió a decírselo. No cuando reconocieron el vehículo como uno de los que pertenecen a la todopoderosa familia de los Carniceros del Bronx. Mijaíl se quitó las gafas oscuras que llevaba, dejando ver sus ojos imposiblemente amarillos, como los de una serpiente.
Era un hombre joven, de no más de treinta años, aunque su gesto adusto lo hace parecer mayor. Llevaba el cabello rubio bien cortado y peinado hacia un costado, como si quisiera domar los rizos que se empeñaban en caer sobre su frente. Tenía largas pestañas negras, la nariz recta y los labios finos. Sus ojos eran grandes y tenían la expresión de un ave de caza. Había pasado una buena temporada fuera del país, tomando posesión de los negocios de su padre en Europa del Este. Recorrió Ucrania y Eslovaquia, encargando y seleccionando personalmente un nuevo serrallo de muchachas que pasarían a engrosar las filas de las chicas que trabajan para ellos.
Algún día, ese imperio sería suyo y Misha, como lo llamaban todos, quería asegurarse de que tendrá todo el poder en sus manos. Soñaba con el momento en que muriera el viejo para que él pudiera hacerse cargo del negocio familiar. Él sentía que su padre era demasiado conservador, que la edad lo había hecho más temeroso y que su sentido de la tradición y el honor lo mantenía siempre encerrado en su territorio en el Bronx. Él quería más, lo quería todo. Sus ojos estudiaron los cambios que se habían producido en aquellos años en su barrio. Las calles se veían más sucias, había más vagos y más drogadictos y eso no le gustaba. Ya se encargaría él de meterlos en cintura y arreglar aquello.
Misha era un hombre al que no le gustaba la suciedad, ni la vulgaridad. Si iba a vivir ahí, convertiría el sitio en uno en el que se sientiera cómodo, en uno que estuviera a su nivel. Cuando finalmente arribaron a la casa de su infancia, descendió del vehículo y acomodó las gafas sobre su frente. Una mujer mayor le salió al encuentro, envuelta como siempre en los vapores aromáticos de la cocina donde se refugiaba de la vida que le tocó vivir.
– Mamá...– saludó con una sonrisa cariñosa que sólo cruzaba su rostro cuando veía a su progenitora. Le dejó un beso en cada mejilla y se sorprendió de lo pequeña que se veía ahora. Su madre estaba envejeciendo y pensar en ello, no le gustó.
– Mi pequeño Misha, mira que guapo te has puesto– exclamó la mujer, acariciando las mejillas de su único hijo. Una risita se escuchó a sus espaldas y Mijaíl le dirigió su mirada dura a sus acompañantes. Ya nada más se oyó.
– Te extrañé, mamá. Traje regalos para ti– la mujer comenzó a parlotear, entusiasmada y arrastró a su hijo con ella, pidiéndole noticias de sus parientes en Ucrania, que le contara cómo había ido su vuelo y si había conocido a alguien que valiera la pena.
Misha negó a todo con un gesto educado. Su madre era la única persona a la que quería, la única a la que le mostraba su lado más amable. El resto, sólo conocía sus excesos y su vena iracunda, aquella necesidad casi enferma de provocar miedo o dolor en los demás. Antes de ir a la cocina a comer lo que fuera que hubiera preparado la mujer para él, el joven dirigió sus pasos a la oficina de su padre. Entró sin anunciarse y no se sorprendió de encontrarlo con los pantalones a la altura de las rodillas mientras una muchachita le practicaba sexo oral. Si aquello le molestó, no dio señales de mostrarlo.
El viejo miró a su hijo bajo sus espesas cejas antes de empujar a la chica, ladrándole que se fuera. La chica recogió sus ropas, apresurada y pasó por el lado de Misha, huyendo casi despavorida. A él no le extrañó su juventud ni el miedo que parecía exudar de ella, ya había visto aquella expresión miles de veces. Cerró la puerta tras ella y se sentó frente al escritorio del viejo, cruzando sus piernas de inmediato.
– Llegas en mal momento, hijo– espetó el patriarca Rostokov, acomodándose el pantalón– Sasha es nueva, de paquete, ¿entiendes? La estaba probando antes de mandarla con Lina.
– Ya podrás follártela luego, viejo. Ahora, quiero saber cómo ha ido todo por aquí. Llevo casi un año fuera y las cosas no se ven muy bien. Hay más mierda en las calles que cuando me fui, ¿qué has estado haciendo? – preguntó, inclinándose hacia su padre, con el peligro brillando en sus pupilas.
El viejo lo miró fijamente, contemplando aquellos extraños ojos dorados de su hijo. Lo apuntó con un dedo, fijamente y su voz se ensombreció.
– Cuidado ahora, muchacho. Yo te di la vida, nada me impide quitártela– advirtió y Misha sólo alzó una ceja, sonriendo. Por unos segundos, ninguno de los dos dijo nada. Luego, estallaron en carcajadas y el ambiente se distendió.
– Anda, viejo. Dime, ¿qué pasó? – Rostokov se echó hacia atrás en su silla de cuero capitoné y alzó ambas manos, como si aquello no tuviera real importancia.
– Las cosas han estado un poco complicadas por aquí, hijo. Mis hombres no dan abasto para espantar a todos los drogadictos y facinerosos que ensucian nuestras calles. Los polizontes ya no se conforman con los sobornos de siempre y los federales están día sí y día no sobre mí. Han cerrado varias de las casas donde traíamos a las chicas nuevas. Son como un grano en el culo, te lo digo yo, Misha– el joven bufó y negó con la cabeza, en claro gesto de desaprobación.
– Quizás te estás volviendo blando, Rostokov. En tus mejores tiempos, los habrías colgado de las bolas para que no se atrevieran a volver por aquí– su padre frunció las cejas hasta que formaron una línea gruesa e informe sobre su frente.
– No juegues con tu suerte, hijo. Uno de mis principales problemas lo ocasionaste tú: apareció la muchachita esa... te dije que había que matarla, pero no quisiste escucharme y ahora está de regreso y va a colaborar con los federales– Misha frunció el ceño, aquello no lo esperaba.
– ¿Wanda? ¿Wanda Maximoff regresó? – preguntó, removiéndose incómodo en su asiento. Su padre le extendió un sobre de manila donde se veían varias fotos de la chica arribando al aeropuerto.
Wanda se había convertido en una muchacha preciosa. Su estómago dio un vuelco cuando contempló aquellas facciones suaves que él había amado en su adolescencia. Fue su amor el que le salvó la vida a la chica. Fue por amor a ella que se interpuso por primera vez en los planes de su padre y no lo dejó matarla, como al resto de su familia. Y ahora, allí estaba de nuevo, más bella que nunca y convertida en toda una mujer. Le devolvió las fotos a su padre y fingió meditar unos momentos.
– Yo me haré cargo de ella– decidió al final, levantándose de su asiento.
– Ya mandé a los muchachos para que se hagan cargo del asunto, hijo, no te preocupes por eso– respondió su padre con un gesto de su mano y Misha se sintió palidecer.
– ¿Y? ¿La tienen? – preguntó con el corazón acelerado, pero sin perder su máscara de indiferencia.
– No lo sé aún, deberían llegar pronto– respondió el patriarca, mirando fijamente a su hijo. El muchacho seguía prendado de la chica, eso era claro. Bien, quizás pudieran sacar provecho de todo eso– Hazte tú cargo del asunto, Misha. La quiero muerta, ¿oíste? Muerta y enterrada antes de que abra la boca.
– Sí, padre– respondió el joven, dirigiendo sus pasos hacia la salida. La mataría, claro. Pero, primero, se divertiría con ella.
– Ah, y Mish, ordena que me envíen a Sasha de nuevo. Aún no termino con ella.
– Claro, papá– con una sonrisa bailándole en los labios, Misha cerró la puerta tras él.