Capítulo VIII

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Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Bucky suspiró y estiró la espalda, cansado al llegar a un semáforo. Ambos habían permanecido en silencio un largo rato y el sueño comenzaba a pesarle bajo los párpados, por lo que se giró hacia la chica para preguntarle si deseaba escuchar música o algo, pero la encontró profundamente dormida en el asiento del copiloto. No pudo evitar sonreír suavemente. Ella se veía de pronto más joven de lo que era, con el cabello sobre el rostro y los labios levemente entreabiertos. Con un gesto suave le apartó el cabello de la frente y luego se quitó la chaqueta para cubrirla. Wanda le producía una ternura extraña, el deseo profundo y casi instintivo de protegerla, de cuidar de ella, de mantenerla alejada de cualquier cosa que pudiera lastimarla.

Con cuidado, reclinó su asiento hacia atrás y ella se removió, girándose hacia él en sueños. Se sorprendió cuando se dio cuenta de porque ella le era tan atrayente: le recordaba a Grace. Eran muy diferentes, claro, pero ambas habían despertado el mismo instinto en él. Grace Miller había sido su primer amor. La había conocido en la secundaria y se enamoró de ella en cuanto la vio. Era preciosa, con sus ojos grises y su cabello rubio y lleno de rizos. Tenía la sonrisa de un ángel y cantaba también como uno. Ella fue su primer beso, su primera vez y soñó por un momento con que fuera la única.

Pero, su padre fue trasladado a otra ciudad, y aunque, mantuvieron la comunicación al principio, luego, un día, ella se desapareció. Dejó de escribirle y de llamarlo. Él fingió indiferencia y esperó a que pasara el tiempo. Fue una lluviosa noche de invierno la que se escapó de la casa de los Rogers para llamarla desde un teléfono público. Necesitaba hablar con ella, saber qué había pasado. Ella le contestó con un deje de culpa y fastidio en la voz y le pidió que no la buscara más, que la dejara ser feliz, que no la siguiera esperando porque jamás regresaría. De ese día sólo le quedaba la sensación de la lluvia corriendo por su cabello, empapándolo hasta los huesos y el frío que pareció envolverle el alma.

El sonido de su voz diciéndole adiós y luego el tono vacío del teléfono lo persiguieron por largo tiempo. Recordaba la mano cálida de Joseph en su hombro y el paraguas con que lo cubrió antes de llevárselo a casa casi a rastras. Luego, Sarah lo había obligado a darse un baño caliente, le había puesto una taza con caldo en las manos y lo había enviado a la cama. Y él lloró en silencio con todo el dolor que un chico de diecisiete años puede sentir al perder a la primera chica por la que sintió algo. Pasada la medianoche, cuando ya todos dormían, Steve se coló en su cuarto y se acostó frente a él, mirándolo en silencio. No lo abrazó, no le dijo nada, sólo se quedó con él hasta que ambos cayeron dormidos al amanecer.

Le llevó varios meses reponerse, pero cuando regresó de West Point, ya era un hombre y ya no pensaba en ella. O eso se decía cada vez que veía a alguien con un cabello similar al suyo o escuchaba una canción en la radio que le recordaba sus mejores años de adolescencia. Para demostrarlo, se convirtió en un donjuán, pasando sus días de cama en cama. Tenía reglas que seguía religiosamente: jamás decía te amo, jamás hablaba de su pasado, jamás desayunaba con nadie, ni repetía cita con nadie. Era sólo una noche, un beso, un revolcón y ya. Nada más.

Cuando el semáforo cambió, aceleró nuevamente y al cabo de una hora, se encontraban frente a la casa de los Rogers. El auto de Steve estaba estacionado afuera y él tragó pesado. Posó una mano sobre el hombro de la chica y la removió despacio, despertándola. Wanda se estiró en el asiento y se dio cuenta de la chaqueta que la cubría. No recordaba en qué momento se había dormido, pero debió ser un largo rato, porque ya estaban en casa.

– ¿Ya llegamos? – preguntó, sólo por decir algo, haciendo el intento de quitarse la chaqueta de encima, pero él la detuvo.

– Déjala, hace frío afuera. Steve está aquí, así que prepárate para el regaño– Wanda frunció el ceño, preocupada y ambos se apearon del auto. La chica se envolvió a sí misma en la chaqueta de él, realmente hacía frío.

Caminaron hacia la verja que llevaba al jardín y ella se detuvo de pronto, sosteniéndolo por la manga de la camisa.

– Eh, Bucky...

– ¿Mh? – el hombre se giró hacia ella y Wanda se aproximó hasta empinarse en la punta de sus pies y dejar un beso en su mejilla. Él alzó una ceja, sorprendido y la miró sin comprender.

– Gracias. Por todo, por hoy... realmente necesitaba algo así. Espero no haberte metido en demasiados problemas– Bucky negó con un gesto y sonrió.

– Pues, ahora veremos cuántos problemas tendré... – comentó, haciéndola sentir culpable. Sin embargo, una leve caricia en su mentón la sacó de su ensimismamiento– Vamos, muñeca, cambia esa cara. Te dije que soy el rey de los problemas.

Al ver ese guiño y su sonrisa traviesa, Wanda se sintió más tranquila y lo siguió al interior de la casa. El ceño fruncido de Steve borró las sonrisas de sus caras y la chica no pudo evitar sentirse como si su padre la hubiera encontrado haciendo algo malo.

Del otro lado de la ciudad, el sonido de una respiración agitada era lo único que se escuchaba. Misha se paseó con paso lento, repasando los elementos que reposaban sobre el mesón, esperando su turno para entrar en acción. Tarareaba bajito, deslizando sus dedos sobre las herramientas y las armas que parecían mirarlo, como pidiéndole que las usara. Finalmente, escogió una gruesa vara de metal y la balanceó en su mano, meciéndola antes de sostenerla con fuerza y golpear brutalmente las rodillas del hombre que colgaba del techo. El grito que soltó resonó por toda la bodega y provocó que un olor nauseabundo llenara el lugar cuando sus esfínteres no resistieron la presión.

Misha frunció la nariz y alzó la mirada hacia él, meneando la cabeza. Volvió a alzar la barra y la dejó caer ahora sobre su espalda baja, disfrutando al escuchar el sonido de los huesos al romperse. Los sollozos le inundaron los oídos y lo hicieron cantar entre dientes, disfrutando realmente de todo aquello. Frente a él, los cuerpos de los dos hombres, colgados por cadenas del techo se balanceaban como fruta madura. Eran los sicarios que su padre había enviado a capturar a Wanda. Habían fallado y por eso, ahora debían pagar. Rostokov le había encargado a su hijo el ocuparse del asunto personalmente y él les estaba dando una lección que jamás olvidarían.

Nunca reconocería frente a nadie que se alegraba que hubieran fallado. Era él el que tenía que capturarla y acabar con ella. Wanda había cometido un grave error al regresar, no había sabido aprovechar su generosidad al dejarla vivir y por eso pagaría con su vida, tal como sus padres y su estúpido hermano. Ella lo había traicionado y eso le dolía. Le dolía como nada antes, porque él realmente la había querido. La seguía queriendo, la verdad, pero nunca lo diría en voz alta. Nunca reconocería ante nadie, ni siquiera ante sí mismo que ella siempre sería la única mujer a la que podría amar. Era una sombra en su vida, un fantasma del que no se había podido librar. Sacudió la cabeza, intentando espantar el recuerdo de su piel y cogió un arma del mesón, apuntando a la frente del primer hombre. Apretó el gatillo y le voló el cráneo de un disparo certero.

– N-no, por favor, Misha...– musitó el otro, con su voz sonando algodonosa y extraña por los dientes que le había quitado.

– Esto es mejor, Sasha, créeme– aseguró, jalando el gatillo una vez más. Los contempló por un momento y decidió que su padre estaría satisfecho con el tratamiento que les había dado.

No había querido ser demasiado brutal, porque estaba extrañamente agradecido por su error, pero nadie podía notarlo. Si alguien se daba cuenta estaba perdido. Se limpió las manos ensangrentadas con un trapo y salió de la bodega, haciéndole un gesto a los hombres que lo acompañaban para que limpiaran todo y se encargaran de los cuerpos. Él, por su parte, iría a buscar alguien con quién pasar la noche e intentar olvidar por un rato a la sombra que lo perseguía desde hacía diez años. 

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