5. Bastardos

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Limpié mi cuerpo, sudado y pegajoso. Me vestí con una coraza dura, azul rey, colgué mi espada en la cintura y me preparé. Rodé mi anillo, pidiéndole a Damon que me llevase con él. No hubo respuesta.

Se me encogió el alma ¿Y si había ocurrido algo fatídico?

Un humo verdoso oscuro me envolvió. Robert. El olor a sudor, mezclada con jazmines a medianoche me llegó antes de terminar de aparecer en una sala de reuniones en Save.

Un lugar con sillas altas, puntiagudas, angulosas y oscuras. Una mesa de obsidiana, cortada de forma desigual en sus orillas. Las ventanas de cristales negruzcos dejaban pasar algo de luz, iluminando de forma tenue ese oscuro lugar. Centré la mirada al final de esa mesa.

Damon llevaba puesta su armadura, negra, dura, sin brillo alguno más que el de las pequeñas gotas de sudor que descendían por la pechera, que le bajaban por el cuello. Se me relajó la columna al verlo de nuevo, intacto.

Belfegör, estaba sentado a su lado, con una armadura roja, oscura, con sus fuertes brazos fuera de ella, con sus tatuajes expuestos. Su pelo largo despeinado, medio atado en una coleta, con el sudor corriendo por sus sienes.

Zalir estaba a su lado, más cerca de mí. Ella movió su cabeza para mirarme mejor, sus coletas, trenzadas y enroscadas sobre su cabeza estaban desmechadas. Su piel oscura apretada en una armadura de escamas rojizas, y sobre su frente la misma cantidad de sudor que Belfegör o Damon. Estaban derrotados de cansancio.

Giré mi cuello. Ante ellos había sentados dos mujeres y un hombre.

La fémina que se encontraba más cerca de Damon tenía sus cabellos rojos como la sangre, mucho más que los míos. La piel levemente tostada. Sus ojos negros como la más cerrada de las noches, y su cuerpo era grande, voluminosos, ancho.

Iba llena de tatuajes negros, espirales, triviales, sin sentido que se retorcían en sus brazos grandes. Su armadura rodeaba con precisión cada uno de los pliegues de su piel. Era poderosa, una mujer con la que ningún hombre se atrevería a cruzar una espada. Se mantenía en silencio, con su mano sobre la empuñadura de una espada tan grande como mi cuerpo, apoyada en el suelo a su lado.

El hombre era esvelto, de cabello blanco, larguísimo, atado en una coleta tirante dejando al descubierto una oreja de lóbulo doble, como dos pabellones diferenciados pegados sobre un único canal auditivo. Los pendientes brillaban, largos en cadenas de plata en ambos cartílagos.

Sus ojos blancos, sin pupilas, sin iris. Su armadura era un conjunto de escamas de alabastro, superpuestas con finura sobre un busto leve, plano, aniñado. Un arco y un carcaj descansaban sobre el despaldo de su silla.

La última mujer, más cerca de mí, era una dama de ojos azules, asiáticos, de rasgos finos, perfilados por una capa de maquillaje morado sobre los ángulos más marcados de su rostro, tintando su piel de palidez y color al mismo tiempo. Sus labios enmarcados por un poderoso color negro. Sus ojos delineados con exactitud y precisión hasta la altura de sus sienes con un color rojo intenso. El cabello corto, negro, agresivo. Volvió ligeramente su mentón hacia mí, clavándome en ese lugar con una simple mirada, violenta, poco amigable.

Los ojos negros de Damon buscaron los míos, apenas sin brillo en ellos. Se me arrugó el corazón, perdiendo un latido al ver lo abatido que estaba, al ver el brillo de su sudor en su frente, levemente arrugada al mirarme por encima de sus cejas. Su mano, enfundada en un guante de cuero negro me invitó a acercarme a él.

Miré a Robert, a mi lado, vistiendo una camisa clara, solo. Él no había salido a esa búsqueda con ellos, pero en su rostro podía leer el cansancio. Di un paso, rodeando la mesa por el lado de Belfegör y Zalir. Por si esas tres criaturas pensaban arrancarme la columna al pasar junto a ellas.

ERALGIA IV, La CondenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora