XVI

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Mis pies dejaban huellas sobre las calles embarradas y el sol se ocultaba entre las nubes otra vez. No estoy muy segura de cuanto tiempo estuve caminando en línea recta, girando en algunas esquinas al azar y sin ningún rumbo.
Necesitaba de eso para pensar, para saber que hacer con mi vida y entre esos pensamientos llegué a creer que quizás enloquecer en soledad era mi destino.

Caminar hasta que los pies sangren y romper para siempre el contacto con el mundo. Si total, el mundo me había dañado tanto que no merecía la pena tener una relación con él.

Era lo mejor que podía pasarme, enloquecer para siempre, ser completamente inconsciente e impermeable a los dolores.

Cuando los pies comenzaron a doler pensé que sentiría un gran alivio pero no sucedió, el dolor en el alma era más agudo porque aunque quisiera, yo no estaba loca.
Era consciente de todo y ese era mi destino.

Tuve que buscar alternativas, encontrar formas para protegerme y protegerla porque aún tocando fondo ella seguiría siendo mi prioridad incluso por encima de mi propia vida.

Entre tanto caminar llegué a la estación de tren, salte los molinetes y me dispuse a esperar. Ahora tenía un destino al cual llegar, un lugar a donde ir y creía profundamente que sería lo correcto.

El viento frío entraba por la ventanilla y las lágrimas secas de mis mejillas casi que me partían la piel. El viaje se volvía eterno, estaba tan paranoica que mi corazón se aceleraba en cada estación y cada pasajero se convertía en una potencial amenaza.

Cuando por fin baje del tren, las manos me temblaban al igual que hace unas horas empuñando mi navaja.
El buzo color gris de Tomás aún me abrigaba del frío, su olor me perseguía por las calles por lo que me parecía imposible deshacerme del miedo.

La entrada al pasillo estaba plagada del aroma a mandarinas proviniente de la verdulería y los niños jugaban en los charcos con sus pies descalzos. Yo subí la escalera caracol hasta el tercer piso, la puerta de color esmeralda guardaba del otro lado la única solución a mis problemas.
Di tres golpes y en menos de un minuto la puerta se abrió.

—¿Cómo estás?— preguntó y yo quebré en llanto.

Me aferré fuerte a su cuello mientras él intentaba tranquilizarme.

—Me van a matar, Joaquín. Me van a encontrar y me van a matar— solloce entre sus brazos.

—Quedate tranquila, conmigo no te va a pasar nada— susurró en mi oído.

Luego de una horas, el caloventor eléctrico entibiaba el ambiente de la humilde casilla en la que nos encontrábamos, había logrado relajarme un poco, el miedo no se iba pero podría decir que la desesperación se había aplacado.
En su lugar quedaba una profunda tristeza, como cuando el pecho duele de tanto llorar.

Joaquín me preparaba una taza de matecocido, mientras yo cortaba el pan casero en rodajas en una suerte de merienda compartida.

—¿De quién es esta casa?—pregunte observando las cajas a mi alrededor.

—Es de un amigo, cuando caen los cobanis tira toda la mercadería para acá.

—¿Un transa?— pregunté y él negó.

—Pirata del asfalto.

—Pense que no te iba a encontrar en Buenos Aires ya.

—Estaba por irme cuando me llamaste— suspiró— Julieta yo sé que no me porte bien con vos la última vez que nos vimos.

Yo no podía ni siquiera mirarlo a los ojos, sentía vergüenza de admitir que a final de cuentas él tenía razón y yo continuaba siendo una crédula.

—No, la que estuvo mal fuí yo.

—Igual nada de eso importa ya— expresó sirviendo el matecocido en las tazas de plástico.

—¿Te puedo preguntar algo?— indague y Joaquín asintió— ¿Fue él? ¿Fue Tomás el que me entregó?

—No sé, pero lo estoy averiguando. ¿Vos sabes que rompiste nuestra regla no?

—Si, ya lo sé y creeme que me odio por eso.

Nuestra regla. La única cosa que Joaquín me había pedido y yo hasta eso me había encargado de arruinar.
Prometí jamás revelar su identidad y mantener en absoluto secreto toda mi historia. Por la seguridad de él, de Martina y la mía.

—¿Por qué lo hiciste?— preguntó decepcionado.

—Porque confié en él, tenía una forma de ser que me hacía sentir tan en paz y me encegueci— lamenté— perdoname.

—¿Te enamoraste?— preguntó en un suspiro.

—No. No hay lugar en mí para eso.

—Yo no estoy tan seguro, pusiste en peligro todo por tu ciega confianza. ¿Vos sabes lo que te hubiera pasado si te encontraban?— preguntó afligido— ¿Vos te imaginas las cosas horribles que te hubieran hecho?

Sentí escalofríos al escuchar su pregunta y las lágrimas comenzaron a derramarse.

—Vos siempre me dijiste que tenía que pensar un poco más en mí, en vivir y con él me sentí viva, como hacía mucho tiempo no me sentía— solloce.

—Yo quería que vivas, no que entregues tu cabeza en bandeja— expresó para luego abrazarme.

—¿Qué voy a hacer ahora?

—Por ahora te vas a quedar acá, vas a estar segura. Ya pensaré que hacer después. Yo te voy a cuidar— afirmó acariciando mi pelo.

Las horas corrían en el reloj de madera colgado en la pared, la noche había caído en Buenos Aires y yo trataba de distraerme mirando los dibujitos en una tele vieja.
Sin embargo, aunque lo intentara no podía parar de maquinar. La cabeza estaba a punto de estallarme.
Martina se me aparecía a cada instante y no podía comprender como a causa de mis acciones hoy ella se encontraba un poco más lejos. Me aterraba el pensar en que mi hermana podría estar sufriendo las consecuencias de mi irresponsabilidad.

Yo que vivía para buscarla, que soñaba con nuestro reencuentro, que me prometí dar mi vida entera por encontrarla había fallado, le había fallado y todas las esperanzas se volvían cenizas.

La puerta se abrió, Joaquín entró a la casa con una bolsa de pan en su mano y me miraba con pena, con una lástima que jamás había visto en sus ojos.
Él que convivía con el olor de la sangre del narcotráfico, que se encontraba rodeado de las más grandes miserias de la humanidad, que parecía haber dejado de sentir, él que no mostraba compasión por nadie hoy me miraba con pena y yo no podía sentirme más desdichada.

Pusimos la mesa en silencio, él sacudía el mantel por la ventana mientras yo preparaba el jugo en polvo.
Joaquín se sentó en la silla junto a mí, esperando que lo mirará para hablar pero yo me negaba a mover la vista, como si eso hubiera evitado lo que era inevitable.

—Ya averigüé— expresó Joaquín.

—¿Y entonces?— pregunté.

—Tenias razón, fue él. Tu verdugo es Tomás.

No respondí, no pregunté cómo ni porqué.
Si mi alma estaba rota en ese instante dejo de respirar. Oficialmente muerta por dentro.

Tomás era demasiado bueno para ser real.

...
Los invito a leer algo nuevo que escribí:
"Amor de contramano"
Gracias por bancar siempre
Los amo
Flor

Te Busco (Cazzu, C.R.O)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora