Capítulo 17

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El teléfono de Juliana sonó mientras paseaba inquieta por el ático, apenas media hora después de haber regresado de su encuentro con Valentina. La pantalla mostraba que era un número oculto, pero por ello sabía quién llamaba. El disgusto y un rastro de ira se dibujaron en su rostro. Descolgó. No dijo nada, se limitó a escuchar en silencio, su boca convertida en una tensa línea. Al final, intercambió unas duras palabras con su interlocutor y colgó.

Salió a la terraza, agitada, Sintió deseos de gritar, pero se contuvo. Un dolor impenitente empezaba a anidar en su pecho. Había perdido a Valentina. Esa noche se había escenificado el final definitivo. Se sintió desdichada y débil, una sensación de la que había huido toda su vida. Tuvo un fugaz instante de lucidez que le arrancó una amarga y silenciosa carcajada. No podía lamentar su debilidad, porque esa flaqueza era precisamente fruto de su relación con Valentina y no podía arrepentirse de nada que tuviera que ver con ella, pese a todo de lo que ahora se arrepentía.

Pensó en cómo era todo antes. Antes de conocerla. Lo infeliz que era. La soledad buscada. El aislamiento. Levantarse, trabajar, intentar dormir sin pesadillas, levantarse, trabajar. Y una sola sonrisa en una noche aciaga lo había hecho saltar todo por los aires.

Posó las manos en la fría balaustrada de piedra, paseando indiferente la mirada por el mar oscurecido por la noche. La arena dorada de la playa era apenas visible, salvo en aquellos tramos en los que incidía la luz de las farolas del paseo. El rumor de las olas rompiendo en la orilla era constante, el mismo sonido que había estado escuchando todos esos meses, pero ahora su significado era distinto. Ya no le proporcionaba sosiego, como cuando lo había escuchado junto a Valentina, sino todo lo contrario.

Dio un respingo ante el dolor que sintió y reconoció el filo del miedo. De niña jamás sintió miedo, nunca se lo permitieron. Era un signo de debilidad. Una vez adulta, sintió miedo una sola vez, miedo de sí misma, de aquello en lo que había llegado a convertirse, de las consecuencias que eso había tenido, y se conjuró para acabar con esa parte de sí misma. Lo hizo convirtiendo su vida en una línea recta, en días donde las horas se calcinaran una tras otra sin que tuviera cabida el recuerdo, por mucho que supiera que sería imposible, que lo que pasó seguiría ahí. Lo hizo trabajando, aislándose y trabajando aún más. Se convirtió en una sombra que buscaba purgar su error a base de borrarse del mundo. Pero ahora volvía a tener miedo de nuevo, porque había conocido a una mujer que llevaba la perfección del silencio en el esbozo de sus labios. Una mujer que le había aportado serenidad, que había logrado terminar con la espiral de horas quemadas y le había hecho detenerse, desear volver a casa, desechar las palabras para cubrirse de sigilo y en el silencio encontrar la perfección, sin decir nada, transmitiéndolo todo. Y ahora ese miedo también había desaparecido, porque se había consumado, y ya ni siquiera le quedaba el temor a perderla, porque ya la había perdido. El silencio, así, se había convertido en algo odioso, porque ya no tenía su piel al alcance de su mampara que la calmara y ahuyentara sus fantasmas. Y así, Alba regresaría. Era justo, estaba en su derecho, reclamar la eternidad de su lugar a su lado. En realidad, jamás la había abandonado: tan solo había ocurrido que Valentina había aparecido para cubrirla con el manto de su amor y se la había llevado a un lugar pequeñito donde no pudiera verla a todas horas.

Tendría que habérselo dicho. Que tanto la amaba. Su sonrisa, porque era lo primero que había visto de ella. Y también su sensatez, su serenidad y la sencillez que había traído con ella. Pero ahora lo había perdido todo y estaba a punto de convertirse de nuevo en la persona que era antes, la mujer que tan solo deseaba ver deslizarse las horas sin ninguna responsabilidad en su consumación. La persona que abrazaba el agotamiento y el exceso de trabajo y la vida en la sombra. Lo había hecho mal, pero reconocerlo no lo arreglaba.

Tuvo un pensamiento audaz: ¿y la verdad? ¿La verdad lo haría? ¿Lo arreglaría? ¿Toda la verdad?, pensó con amargura. ¿Sería capaz? Estuvo tentada de hacerlo, de volver a plantarse ante Valentina y contárselo todo, pero sabía, sin esforzarse demasiado, que lo empeoraría. Ya le había hecho suficiente daño, era consciente de que la vida que había intentado dejar atrás había alcanzado a la vida que había empezado a construir y asumía que se lo merecía. Tendría que haberlo sabido, pero llegó a pensar que podía tener otra oportunidad, que quizás… Pero la marea acababa de llevarse el castillo de arena y dolía. No podía echarle la culpa a Valentina: sabía que si había alguien culpable era ella y nadie más. Que en ese momento le asaltara el recuerdo del cuchillo coreando su carne y los ojos de aquella desequilibrada ocuparan todo su pensamiento fue lo que terminó de convencerla de que solo había una decisión que tomar. No expondría a Valentina a eso. Nunca.

No durmió. Durante esa aciaga noche la decisión fue tomada. Sería lo mejor. A primera hora de la mañana realizó varias llamadas, indagó, se asesoró y. cuando encontró lo que buscaba, dio una serie de instrucciones precisas, a la espera de una reunión en persona más exhaustiva. Esta primera decisión afectaba a alguien a quien amaba, la siguiente, a alguien a quien despreciaba: ella misma. Hizo una nueva llamada y expuso su decisión. Después, colgó. Ya no había vuelta atrás.

Durante toda la semana siguiente intentó volver a hablar con Valentina. No verla en persona, pero sí llamarla, sin suerte. Le escribió. Valentina hizo caso omiso de sus correos, eliminándolos sin abrir, hasta que se cansó de recibirlos y canceló la cuenta. Probó entonces a enviarle una carta por correo postal, que le fue devuelta sin abrir. Cejó en su empeño cuando recibió una llamada de Ana instándole a que dejara de intentar ponerse en contacto con Valentina. No quería saber nada de ella.

Juliana solo quería decirle una cosa: que lo sentía. Nada más.

La respuesta a una de sus decisiones le llegó en el transcurso de esa semana. Le habían concedido el traslado solicitado. A Canadá, a las oficinas centrales.

Se aseguró de que todas sus disposiciones se cumplieran y se marchó dos semanas después.

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La Perfección Del Silencio (Juliantina) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora