Algo sin tanta importancia

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—Señorita Emma—dijo Dumbledore cuando Emma entró en su oficina—, gracias por acudir con tanta rapidez.

—No hay de que, señor director. Dígame, ¿qué ocurre?

—El profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras...

—¿Alastor Moody?

—Exacto—prosiguió Albus—, quiere enseñarles a los alumnos de cuarto las maldiciones imperdonables. Pero lo que me preocupa es el ejercicio práctico que quiere realizar. Usted bien sabe que él fue un auror muy importante para el Ministerio y que algunas de sus acciones le costaron el puesto.

—Así, es.

Emma conocía bien la historia. No había auror que no supiera lo loco que estaba Moody.

—El vino ayer para que lo autorizara a enseñar dichos contenidos. No tengo ninguna objeción, claro, si mi vida dependiera de él, no dudaría en fiársela, pero el problema es que a veces un métodos puedes ser un tanto...bruscos. Por eso la llamé. ¿Estaría usted dispuesta a asistir a dicha clase en caso de que las cosas se salgan de control?

—¿Me está ofreciendo una clase con Alastor Moody?—dijo Emma frunciendo el ceño—.

—En efecto, querida. Eso sí, no participarás de ésta, a menos que él te lo pida. Estarás sentada en un taburete del final, para que puedas tener la mayor visibilidad posible en caso de que algo ocurra.

—No tengo ningún inconveniente, señor director—respondió todavía vacilante—, pero tengo una duda. ¿Y si las cosas, como usted dijo, se salieran de control?

—Confío en que sabrá manejar la situación. Mas, no creo que el profesor Moody trate de hacer algo indebido.

—Entonces yo confío en usted. Dígame: ¿Cuándo y a qué hora?

—Mañana jueves a las tres de la tarde, en la sala de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—Bien, entonces. ¿El profesor sabe que voy a ir?

—Será una sorpresa—sonrió el anciano mientras sus ojos le brillaban.

—No sé que tan bien le vengan las sorpresas—susurró Emma mientas cruzaba el umbral del la oficina para salir.

Bajó de la escalera que llevaba a la oficina de la cabeza de Hogwarts y se fue a su siguiente y última clase del día.
Un pequeño niño fue lo único que hizo la clase interesante: convirtió su mano en una esponja y la nariz de un compañero en la cola de un pez. Realmente divertido.
Fue a su cuarto para abrigarse, ya que empezaba a refrescar por las tardes, y durmió unos cinco minutos.

En la cena de aquel día se corría la voz de que los próximos visitantes llegarían inesperadamente esa misma semana, pero Emma sabía que era totalmente falso, ya que no arribarían hasta en dos semanas más. No conocía a ningunos de los directores de las escuelas, pero sí ambos establecimientos. La escuela, que suponía era francesa, era un castillo muy elegante, de color celeste como el cielo y con muchos detalles con buena terminación. En cambio la otra era hosca, de piedra, fría y como una fortaleza vikinga. Lo que conocía era sólo a través de dibujos de los libros que había leído muchos años atrás, y también de relatos de sus amigos extranjeros que pertenecieron a cualquiera de esas escuelas.
—Emma, ¿cierto?—la sacó de sus pensamientos una voz aguda.
Emma se giró y se topó de frente con unos anteojos redondos y muy gruesos, y unos ojos de grillo.

—Sí—respondió Emma—¿Profesora Sybill?

—¡Me recuerdas, querida! ¡Qué maravilloso! ¿Puedo sentarme a tu lado?—miraba el puesto vacío a su lado—.

III. Encantamiento en blanco y negroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora