Prólogo

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El templo donde habitan los dioses es invisible a los ojos humanos. Se encuentra en la cima del Monte Olimpo, sobre las nubes, desde donde Zeus observa todo.

Mis pisadas resonaron en el suelo de mármol a medida que avanzaba. Al final del recorrido, había un trono de oro macizo, con figuras esculpidas en él y sobre este, estaba sentado Zeus, esperándome.

– ¿Qué sucede? – le pregunté, deteniéndome delante de él– ¿Me buscabas?

– Sí, Atenea– asintió él, pasándose una mano por su tupida barba blanca– necesito tu ayuda, es importante.

– Claro, dime– le pedí, poniéndome seria.

– En la Tierra hay un pueblo, llamado Moonbay, en el que están ocurriendo cosas extrañas– comenzó– he pasado estos días intentando averiguar qué sucedía, pero no logro entenderlo–

– ¿Qué clase de cosas? – pregunté frunciendo un poco el ceño.

– Hay incendios que comienzan sin ninguna razón aparente. Y también hubo varias muertes– explicó él– eres la diosa de la sabiduría y la estrategia, necesito que vayas a ese pueblo, a investigar qué ocurre–

– Bien, iré de inmediato– respondí, asintiendo con la cabeza.

Había bajado a la Tierra cientos de años atrás. Pero desde entonces, las cosas habían cambiado mucho.
Sabía que podía llevar a cabo cualquier cosa que Zeus me pidiera, pero tenía mucho que aprender sobre aquella época y las nuevas costumbres de los humanos. Ellos ya ni siquiera creían en nosotros.

– Escoge alguno de los dioses para acompañarte, si lo prefieres– me ofreció él, seguramente detectando mi nerviosismo.

– Que me acompañe Artemisa– le dije, sin siquiera pensármelo.

Ella era mi mejor amiga desde hacía siglos, la diosa más amable y centrada que conocía. No podía imaginar alguien mejor para descender conmigo.

– Bien– asintió– Hermes, el dios mensajero, se encargará de ayudarlas los primeros días, para que puedan acostumbrarse a la Tierra. Ten esto... – Zeus se puso de pie y se acercó a mí, mientras que de su cinto, desenganchaba un cuerno de cabra, oscuro y algo gastado.

- ¿Qué es esto? - le pregunté mientras me lo entregaba.

– Es mi cornucopia– explicó– la uso para llamar a Hermes cuando está en la Tierra, pero si tú estás allá y la usas, podrás llamarlo para que descienda y puedas decirle todo lo que vayas descubriendo– me explicó– ¿Estás lista? – preguntó, mientras yo giraba la cornucopia entre mis manos.

– Siempre estoy lista– le sonreí de lado.

– Entonces, adelante– dijo apoyándome la mano en la espalda y caminando conmigo hacia la salida del templo– es hora de que tú y Artemisa desciendan a la Tierra– 

***

– Entonces, adelante– dijo apoyándome la mano en la espalda y caminando conmigo hacia la salida del templo– es hora de que tú y Artemisa desciendan a la Tierra– ***

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El Descenso de AteneaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora