Capítulo Once

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A las seis de la mañana del domingo toqué el timbre de la casa de Teo, lista para ganar.

– Buenos días– me saludó él mientras abría la puerta, con cara de sueño– ¿Qué haces aquí?

– Íbamos a jugar ajedrez– le recordé arrugando la frente– dijiste que podía pasar a la hora que quisiese.

– Pensé que sería... Un poco más tarde– dijo mientras se apartaba para dejarme pasar y yo avanzaba con mucha seguridad.

Parecíamos dos polos opuestos. Él con un piyama celeste pastel, holgado y arrugado; yo con una camisa impoluta y unos vaqueros ceñidos. Él con su cabello ondulado, despeinado sobre la cabeza y yo con una coleta alta y ajustada. Cerró la puerta y se quedó mirando al vacío, mientras yo lo observaba con los brazos cruzados.

– ¿Hola? – le dije arqueando las cejas.

– Estoy muy dormido...Necesito... Un café– arrastró sus pies hasta la cocina, esquivando las paredes por un pelo y comenzó a calentar agua– ¿Quieres uno?

– Claro– asentí sintiéndome un poco culpable.

– ¿Qué haces Teo? – una voz masculina y gruesa se oyó detrás de mí.

Ambos nos volvimos para mirarlo y nos encontramos cara a cara con su hermano. También tenía rostro de sueño y una marca de almohada en la mejilla, solo que a diferencia de Teo... No se veía tan adorable.

– Un café– fue la respuesta breve de su hermano.

– ¿Qué hace ella aquí? – me señaló con un gesto de la cabeza, como si yo no estuviese delante de él.

– Vamos a jugar ajedrez– respondió Teo mientras me tendía una taza para que batiera el café, y él lo hacía con la otra.

– ¿Con ella? – los ojos del chico se abrieron de par en par– creo que necesitamos hablar un segundo...

– Ni lo sueñes, acabo de despertarme, no pienso escuchar una palabra más de nadie– refutó rápidamente Teo mientras lo echaba con un gesto de la mano.

El hermano mayor frunció el ceño, rebufó y finalmente salió de la cocina.

– ¿Tiene un problema conmigo? – le pregunté volviéndome para mirarlo mientras dejaba la taza sobre la mesada.

– Él tiene un problema con el mundo– se encogió de hombros.

Tomó la taza que había batido yo, vertió el agua caliente en su interior y le dio un sorbo.

– Gracias por hacerme el café– me dijo guiñándome un ojo – yo hice el tuyo– dijo tendiéndome la taza batida por él.

Puse los ojos en blanco y lo seguí a la sala principal. Su casa era mucho más amplia que la mía. El salón de entrada tenía paredes blancas, unos sillones rojos dispuestos alrededor de una hermosa alfombra con arabescos y una chimenea enorme, que estaba apagada.

Tomó la caja de ajedrez y extendió el tablero sobre la alfombra.

– Las negras– pedí rápidamente.

Él asintió y me entregó mis fichas, para luego dedicarse a acomodar las suyas en silencio, mientras daba sorbos a su café.

– Si me sigues mirando y no acomodas tus piezas no vas a poder jugar...– dijo esbozando una sonrisa socarrona, sin dejar de mirar el tablero.

Aparté la vista rápidamente, sintiéndome idiota por primera vez en mi vida, y me dispuse a posicionar las mías.

– Tu café apesta– le solté en cuanto estuvimos listos– y le pones demasiada azúcar.

El Descenso de AteneaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora