Capítulo 19

35 4 0
                                    


Capítulo XIX

.

Hay un punto, entre lo humano y lo divino, cuando te sientes unido a una persona del modo que yo me estaba sintiendo unida a Bill. El problema, que eso duraba poco, sólo el tiempo en que lograbas mantener los ojos cerrados y no mirar que eras incluso menos que una simple humana, eras una herida para los demás, una infectada herida imposible de curar.

.

Desde que la guerra se había declarado finalmente y que Armand se había ido, habían pasado ocho meses, tres días y catorce horas. Más o menos.

La vida en casa, se había vuelto extraña, demasiado diferente como para pensarlo. El trabajo, el hambre y la ruina de tantos a quienes conocía, hacían aún más difícil comprender qué era esta guerra en realidad. Nos atacaban por nuestra forma de vivir, pero ¿se podía realmente vivir de otro modo? Me costaba demasiado pensar, ahora que cargaba un cubo de agua hasta casa, el que seguramente pesaría casi tanto como pesaba yo ahora mismo, que me estaba quedando en los huesos. Hasta el ajado vestido que llevaba, arrastraba por el suelo, de lo grande que me quedaba y cada dos pasos, tenía que abrirme sitio con los pies, para no pisar el borde de la tela e irme de bruces.

Resoplé, echando a un lado el mechón de cabello que me caía en medio de la cara. Mechón que un año atrás se ajustaba a mi cabeza, con alguna hermosa horquilla, cayendo en un bucle que acentuaba la forma de mi rostro. Un bucle, con el que Armand jugaba en los momentos en los que nadie podía darnos una mirada de reproche por estar tan cerca como para convertirnos en indecentes.

La casa ya estaba más cerca y vi a mis hermanos que venían a mi encuentro. Henry, el mayor de los dos, con diez años, y Richard, tras él,con sus cortos seis.

—Anya, ¿te ayudo? —me preguntó Henry, intentando sostener el asa del cubo.

—No —le sonreí —ya puedo sola —le aseguré, aunque sabía que en cuanto llegara a la puerta de casa, me dejaría caer en la baqueta que había fuera, hasta que me hiciera vieja.

—¿Te ayudo? —imitó Richard, el gesto de su hermano mayor, que era su guía.

Negué con un gesto, intentando mantener la sonrisa, a pesar del dolor quemante que sentía en los músculos de los brazos y el cuello.

—De verdad que puedo —insistió Henry.

—De verdad, de verdad —le siguió Richard.

Y aquella cálida sensación de amor intenso, me llenó el pecho. Bajé el cubo, descansando un momento y continué mirando a mis hermanos, les acaricié la cabeza, con una mano a cada uno, comprendiendo que ellos eran la razón de no estar ahora con Armand y por muy doloroso y triste que me resultara, era una buena razón.

—Tengo algo para ustedes —les dije con alegría.

Sus ojos claros, como los míos, herencia de mi padre, se iluminaron, acentuados por el oscuro de sus mejillas sucias de andar por ahí en medio de la tierra.

—¡¿Qué?! —saltaron casi al unísono.

—A ver, a ver —comencé a decir hundiendo mi mano en el bolsillo de mi vestido de trabajo. Hasta que di con aquel pequeño tesoro, que aunque mal trecho, era algo, en medio de tanta pobreza —¡Aquí está!

Les mostré un puñado de cinco ciruelas pequeñas, que había conseguido tomar de un árbol que había cerca del pozo. No parecían las mejores ciruelas del mundo, por el color de su piel se podía notar que el pobre árbol había hecho lo posible por dar algunos frutos, y aunque seguramente no estarían dulces, ni sabrosas, mis hermanos las recibieron como si se tratara de un auténtico manjar.

Sonidos de mi menteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora