Capítulo 42

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Capítulo XLII

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"Quiero que vivas mientras yo, dormido, te espero, quiero que tus oídos sigan oyendo el viento, que huelas el aroma del mar que amamos juntos y que sigas pisando la arena que pisamos."

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Ese día había recogido algo de leña de lo que en su momento fue el jardín de la casa de Armand. Muchos árboles habían caído debido a las tormentas, pero nuestro árbol seguía ahí, aunque hacía semanas que no me acercaba a mirarlo. Saber que mi hermano había muerto por causa de Armand era un dolor horrible, al que no quería ni siquiera mirar, porque sus ojos eran oscuros como un demonio y sentía como vivía dentro de mí.

Una vez que la leña estuvo en casa me fui hasta el río para lavar algunas prendas de ropa. Siempre era más fácil llevar la ropa, que traer el agua. Caminé con la canasta colgando en una mano y el fusil en la otra. A la distancia noté a alguien que estaba de espaldas de mí y parecía refrescarse en la orilla. Era un hombre, así que inmediatamente mis sentidos se alertaron, pero lo que no esperé fue el dolor punzando en mi corazón cuando reconocí el modo en que el peso de su cuerpo descansaba en una de sus piernas.

—Armand —susurré apenas siseando su nombre, completamente inaudible, incluso para mí.

Se mojó el rostro y las gotas de agua comenzaron a caer desde su cabello. Me fui acercando sigilosamente, hasta que estuve frente a él con el fusil firmemente apoyado contra mi hombro, apuntando directo a su pecho, al pecho del traidor, del asesino de mi hermano.

Abrió los ojos

—Mi amor —lo escuché susurrar, en tanto avanzaba removiendo el agua a su paso.

Sentí pánico.

—No te acerques —le exigí, con las palabras hirviendo en mi boca.

—Tranquila, soy yo —alzó una mano, intentando contenerme, pero lo que él mismo había gestado en mi interior no podía contenerse. Había roto mi vida, me había arrebatado a mi hermano y junto con él había destruido el amor que le tuve.

—Yo te amaba —le susurré, apretando con fuerza el fusil. Sabía lo que iba a pasar, en mi mente estaba demasiado claro. Me permití mirarlo con el amor que le había tenido. De alguna manera necesitaba disculparme con el Armand que un día amé, por lo que ahora le haría.

Sangre por sangre. No había otro modo de redención.

—Anya —susurró mi nombre, acercándose un poco más.

—No te acerques —volví a ordenarle—. Lo entregaste —lo acusé. Entonces él se detuvo.

—Yo no lo hice —se había detenido nuevamente.

—Sólo tú lo sabías —continué acusándolo.

—Si me amas, tienes que creerme —me pidió angustiado. Yo podía sentir el peso de sus palabras sobre mis hombros.

—No puedo, sólo tú lo sabías y ahora está muerto —notaba como los ojos oscuros del dolor se cernían sobre mí. No lo entendía, pero el dolor puede transformase en odio y caer en aquello que más amabas, cegándote.

—¡Me mentiste! —me acusó.

—Te amaba —sentía la presión de ese amor en el pecho y la forma en que justamente ese amor se había convertido en el verdugo de mi hermano.

El agua se removió contra sus piernas cuando quiso avanzar. Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. No se detendría, no lo haría y ya no podía amarlo. Tenía que detenerlo yo.

Sonidos de mi menteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora