Capítulo XXXIV
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Era extraño sentirme tan feliz y tan triste a la vez. Mi cuerpo se había convertido, de pronto, en una estatua que se mantenía sólida sobre el asiento, inmóvil. Creo que incluso, el respirar era un ejercicio que no estaba seguro de poder seguir practicando.
La observé, como un prisionero sediento, observa la fuente desde sus barrotes. Parecía más delgada, más ruda, con el cabello atado en un moño que la hacía parecer una mujer mayor y no representaba sus veintiún años. La vi acercarse a uno de los troncos caídos y comenzar a cortar algún trozo de leña. Pensé en que debía ayudarla, en que debía de ser yo quien hiciera ese trabajo, pero tenía el alma anclada al sitio en el que me encontraba. Había anhelado tanto el momento de volver a verla, tanto como le había temido. Ahora que podía mirarla, me conformaba sólo con eso, porque no quería que el hermoso recuerdo que conservaba de ella, ese que me había ayudado a sobrevivir, se rompiera.
La vi limpiar su frente con la manga del vestido. Un gesto tan basto, que me parecía imposible en ella. Anya siempre había sido la imagen de la delicadeza y la elegancia para mí, aunque si repasaba mentalmente mi propia imagen, tampoco era el hombre que ella había conocido. Se colgó el fusil al hombro y comenzó a recoger los trozos de leña que había cortado. No eran muchos, lo suficiente para preparar una comida. Observó el hacha, decidiendo llevársela o no, finalmente decidió dejarla. La vi marchar, caminando de vuelta a su casa, completamente ignorante de mi presencia. Ya ni siquiera me presentía como antes, como cuando paseábamos en grupos separados por la orillas del río y ella se giraba para mirar justo en mi dirección, sabiendo, aunque acabara de llegar, que ahí estaba yo.
—Oh, Anya —suspiré quedadamente— ¿Qué nos ha hecho la vida?
Me quedé un tiempo más ahí sentado. El estomago me reclamaba por algo que le brindara energías, pero ya estaba tan acostumbrado a esa sensación que sabía que podía vivir con ella. Suspiré y me puse en pie. Iría al río, ahí me limpiaría un poco las manos, el pelo y el rostro. Si no podía enfrentarme a Anya más que con las gastadas ropas que llevaba, al menos lo haría con el rostro limpio.
El agua del río estaba tan fresca que por un momento sentí deseos de zambullirme en ella, pero me conformé con sentir las gotas en mi rostro y en mis manos. Cerré los ojos, agradeciendo la brisa que me refrescaba aún más la piel mojada. Nuevamente el rostro de Anya apareció en mi mente, con aquel vestido gris que debió ser seda azul cielo, pero que ahora mismo era una raída tela sin ninguna floritura. Incluso llevaba un pañuelo alrededor del cuello, para cubrir el escote que debía de ser pronunciado. Abrí los ojos y la vi nuevamente, esta vez era real. Se mantenía de pie a metros de mí, con una extraña mirada que me impedía acercarme. Parecía contener una extraña mezcla de sentimientos, que quizás debía comprender. Nada en este sitio, que había sido mi hogar, estaba como lo había dejado, ni siquiera ella.
—Mi amor —susurré, arrastrando el agua en el paso que intenté dar.
Ella hizo un movimiento, que no vi venir. Su voz, que en mi mente se conservaba clara y dulce, era la misma voz, pero en su tono pesaba la guerra.
—No te acerques.
Un par de golpes en la puerta de mi habitación, sabía que tocaban a la puerta, pero el sueño no me permitía despejarme lo suficiente, para ir a abrir.
—¡¿Quién?! —grité con la voz oscurecida por el sueño.
—Soy yo —era la voz de Tom, apagada como la mía, al otro lado de la puerta.
—¡Entra!
Me di la vuelta en la cama y me tapé la cabeza con la almohada, buscando esconderme de las obligaciones y todo lo que hubiese fuera de esta cama. Escuché la puerta abrir y cerrar.
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Sonidos de mi mente
Romance"Algunas creencias aluden a la existencia de un alma o espíritu que viaja, con el fin de aprender en diversas vidas las lecciones que se pueden llegar a tener durante la presencia en la tierra, de ese modo se llega a un nivel en el que las almas gem...