Prólogo

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Miren, ya viene el día, ardiente como un horno. Todos los soberbios y todos los malvados serán como paja, y aquel día les prenderá fuego hasta dejarlos sin raíz ni rama —dice el Señor Todopoderoso—.
Malaquías 4:1



El eco de los pasos de unas pesadas botas resonaba incesantemente en el enorme túnel del metro; eran las cinco de la mañana y el turno de Javier estaba a punto de terminar, por lo que decidió apresurarse a dar su habitual recorrido por la línea rosa para después irse a casa.

Había sido una noche intranquila para él; las ratas no dejaban de pasar entre sus pies, provocándole escalofríos y una ligera repugnancia. No las odiaba, en realidad recordaba haber tenido una de mascota cuando era niño, pero prefería evitarlas pues su chillido era aborrecedor y, en una ocasión, ya había sido mordido por una mientras daba su ronda por la estación de Tacubaya, que era donde más apelmazadas estaban, la gente podía ver a plena luz del día a las ratas y ratones caminando entre las vías.

Sin embargo, esa noche había más de lo normal, casi podría jurar que emanaban colonias enteras de entre las viejas vías de madera, y corrían sin parar por las paredes, buscando una salida.

Tal vez era que estaban en verano, o que las ratas le habían dado mucho asco, pero Javier se quitó la chamarra con la que se cubría a media noche, y para esa hora, ya sudaba ríos, como si estuviese bajo el sol abrazador en algún desierto.

"Maldito calor" pensaba agobiado, y apresuró el paso para salir lo más pronto posible del túnel y de su turno, pues ya estaba cerca del final de la línea. Era sábado, el metro abriría pronto.

Media hora después de finalizado su recorrido, Javier se metió al cuartucho viejo y maloliente en el que todos se metían para reportarse. Un cuadrado de cuatro por seis, con una lámpara de luz blanca parpadeante, una mesa igual de anticuada que la habitación, decorada con adornos hechos de plástico barato y una Virgen de Guadalupe guardada en un estuche de aluminio dorado setentero, iluminado por una serie de luces navideñas de colores. Al fondo había una puerta que conducía al baño y a la derecha unas escaleras que llevaban a los "vestidores", lugar al que entró para cambiarse la ropa que llevaba de repuesto, la que dejó ya estaba empapada en sudor. Se quitó el uniforme y se preparó para salir.

No había nadie todavía cuando bajó las escaleras del cuartucho, así que firmó su salida en el cuaderno maltrecho de la mesa, tomó su mochila y caminó a la salida. Todo estaba tranquilo para la hora, pero no tomó importancia, al fin y al cabo, era fin de semana y no parecía que fuese a haber mucha gente. Salió de la estación, se colocó sus audífonos y se fue rumbo a casa, donde su hijo debía estar aun durmiendo tranquilo; ya estaban todos de vacaciones y Javier y su familia se preparaban para las suyas.

"Sólo una semana más y estarás refrescándote en una alberquita en Puerto Vallarta" se decía a sí mismo, imaginando el enorme mar azul, el cielo despejado, la arena amarilla y la cerveza Pacifico que le aguardaban, evitando así que notara la gran falta de gente en las calles.

La Ciudad de México suele tener gente y carros circulando sin parar las veinticuatro horas del día, y la gente comienza a transitar desde las cuatro o cinco de la mañana. La falta de gente a las seis de la mañana era bastante extraña, aún para ser fin de semana en vacaciones, pero Javier no lo notó.

No se dio cuenta de que algo estaba mal hasta que el sol comenzó a salir.

El calor era terrible para la hora, y al primer rayo de sol saliente de detrás del puente vehicular, su rostro comenzó a calcinarse lentamente; Javier gritó de dolor junto a las otras personas despistadas que no se enteraron de nada antes de salir de casa.

El ardor se volvió insoportable, y varias personas comenzaron a caer junto a él, mientras otros corrían buscando una sombra, la cual era casi inexistente. La entrada al metro ya estaba muy lejos, y Javier corrió en busca de ella, pero su cuerpo se estaba quemando y al cabo de unos metros, cayó. Lamentó no haber podido decirle adiós a su familia, que el sol saliera tan rápido robándole la oportunidad de seguir vivo; sin embargo, estaba ahí, calcinándole la cara, la ropa, la piel y dejando su cadáver en el suelo, incendiándose lentamente en las calles.

Antes del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora