Capítulo 21.

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¡Hola mis bonitos lectores! La ansiedad igual me ganó en la reedición, así que acá estamos, llevo 48 horas de turno consecutivas acá en el hospital, quiero irme a mi casita a dormir pero no confío en que me dara el cuero para llegar a actualizar, so bendito sea el drive. Muchas gracias por haberse tomado el cariño para leer.

¡Espero que les guste!

¡Espero que les guste!

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Amaba a Eiji Okumura.

Lo amaba lo suficiente para acariciar lo imposible y cortar el escarlata del destino. No quería que ardiésemos, sin embargo, ya éramos polvo de estrellas. Y lo sentía. Realmente lo lamentaba. Sus palmas apretaron aquel papel, sus dedos se hundieron en esas letras aberrantes. Fue una sátira. Una amarga carcajada brotó de sus labios, sus ojos enrojecieron, las rodillas le trepidaron, él retrocedió, como si las miradas en aquella habitación fuesen una claustrofobia repulsiva. No hubo aire. No hubo perdón. No hubo nada. Me traté de acercar, no obstante, ya había subido demasiado alto en las nieves del Kilimanjaro. Era un leopardo no un humano. Su jadeo fue despechado, aquella hoja no fue más que un azar quebrado. Yut-Lung Lee negó, indicándome que me mantuviese al margen. El corazón se me hizo trizas cuando gruesos hilos de lágrimas comenzaron a deformar aquellas delicadas facciones, mi girasol se marchitó en esta historia de tormentas. Él era pedazos e intentos. Pero los intentos no eran suficientes y un te amo no compraba el «felices por siempre».

¿Ir a Japón con él?

—¿Eiji? —Él parpadeó, ido, sus pupilas habían perdido la gracia. Su piel era invierno, su cabello una bruma de escarcha, él negó. Todos los presentes contuvimos el hálito en el gélido de la mañana. El aroma a desinfectante fue insoportable.

—Esto es todo. —Su risa fue un cruel manto de duelo—. Solo... —Él se acarició la frente para tirarse del flequillo, por primera vez sentí una barrera entre nosotros dos. Yo no tenía una pértiga.

—Cariño, está bien. —Él no escuchó al omega, él solo dejó que un desesperanzado alarido le quemase la garganta. Agudo, estridente y solitario. Él se ahogó en la decepción—. Tómalo con calma. —Su mirada volvió a repasar las letras de aquella carta, dejando que la pena volviese borrosa la verdad.

—Soy un beta. —El silencio fue ácido. Él frunció la mandíbula, las cejas le convulsionaron, un aluvión rompió en la punta de sus pestañas—. ¿No es genial? Ni siquiera tenía genes especiales.

—Eiji... —Él se apretó el pecho, como si temiese desmoronarse debajo de aquel papel.

—Supongo que nunca hubo nada de qué preocuparse. —Mis piernas fueron plomo en el cuarto, mi voluntad una trémula y oxidada cadena. No me pude mover. No me pude acercar a él. ¿En qué debíamos creer?

—La marca que Arthur te hizo es solo una cicatriz, desaparecerá con la ayuda de aceites o cremas. —No obstante, él no escuchó. Su sonrisa no fue más que un agridulce recuerdo de quien amé. Lo tenía entre mis brazos pero él se había perdido. Lo había buscado pero él ya no era mío.

El amante del lince.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora