Capítulo 30 | Hormigueos.

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Me muevo en mi banca con incomodidad, mientras que llevo el borrador de mi lápiz hacia mi boca y comienzo a mordisquearlo. Hace unos momentos me acabé mis uñas por morderlas tanto y, como mi ansiedad no se ha calmado, necesito algo con lo que pueda tranquilizarme.

Alzo la mirada ligeramente hacia la hoja de la chica junto a mi pupitre, analizo las cosas que escribe durante unos segundos, pero al poco tiempo me doy cuenta de que estoy entrecerrando los ojos y tratando de adivinar qué carajos significan los jeroglíficos de mi compañera.

Me doy por vencida.

Terminaré viviendo debajo de un puente.

O viviré con papá hasta que tenga cuarenta, luego iré a vivir con Rosie y le haré pagar todos los años de tortura que me debe. Claro, eso si no me estampa la puerta en la cara antes de dejarme entrar.

¿Por qué tengo que ser así?

Todo el maldito fin de semana me dediqué a pensar en Lucas y en distintas maneras de sacármelo de la cabeza. Ya no quería seguir pensando en él, y ahora es en lo único que puedo pensar gracias a que mi cerebro ha decidido que no está de humor para contestar el examen sorpresa —tan jodidamente complicado— de química de la profesora Haggard.

Llevo mis manos a mi cabello antes de revolverlo con desesperación.

Quedan quince minutos antes de que la clase acabe y aún me faltan dos páginas enteras por contestar, entonces decido hacer lo más valiente que cualquier estudiante puede hacer. Me atrevo a rellenar cada circulito en el papel a base de pensar en cuál es la respuesta que más me atrae.

Hago eso con cada una de las preguntas hasta que logro terminar el examen y con siete minutos de sobra, por lo que me permito relajarme un rato. Me estiro y miro hacia atrás, es entonces cuando mis ojos se topan con ese chico castaño resolviendo su propio examen. Es injusto que se vea tan relajado, es injusto que tenga tanta facilidad para contestar todas las preguntas.

Selina, al ver mi desesperación extrema de hace unos minutos, finge que se está estirando para así llevar su examen al filo de su pupitre para que yo pueda darle un vistazo a algunas respuestas que ambas sabemos que tendrá bien. No pierdo ni un segundo, entonces me apresuro a tomar mi lápiz, borrar algunas de mis respuestas y remplazarlas con las suyas.

Ella me lanza un guiño que me hace reír.

Llevo mi mirada hasta el reloj y observo fijamente las manecillas, entrecierro los ojos, como si eso fuera a hacer que el tiempo avance más rápido. Necesito salir de aquí, el aula ahora apesta a la mezcla de sudor y desesperación de la gran mayoría de mis compañeros, yo incluida.

Tallo la palma de mi mano con desesperación en busca de deshacerme de ese horrendo cosquilleo que recorre todo mi cuerpo, pero que, sobretodo, permanece en mis manos.

No tengo ni idea de cuánto tiempo pasé viéndome como una lunática con la vista fija en el reloj y tallando mis manos una y otra vez; sin embargo, la próxima cosa que sé es que el timbre que indica el término de la clase ha sonado y todos se levantan para dejar sus hojas de papel en el escritorio de la profesora.

Respiro hondo y me preparo mentalmente para lo que sigue.

Vamos, Stella, tú puedes. Dejas el examen y te vas. Dejas el examen y te vas. ¿Qué clase de complicación tiene eso? Exacto. Ninguna. Nada que no puedas hacer.

Una chica con mala suerte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora