3.-En busca de la suerte

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Los rumores de las piedras preciosas volaron en cuestión de minutos. Las personas formaban grandes filas para ver si alguna era de ellas. Gaspar veía impaciente a la gente, su curiosidad era imparable. De 40 personas al menos uno sacaba la piedra y él esperaba con ansias ser ese uno. Nadira seguía enojada con él por escabullirse de su caso sin previo aviso, su castigo consistía en quedarse con ella y ayudar a limpiar y preparar las plantas para sus tónicos. Aunque el chiquillo tenía la mirada fija en la ventana donde la fila de personas daba la vuelta a la manzana y que avanzaba cada pocos momentos, sus manos no dejaban de moverse, limpiaba con destreza las plantas y con tal rapidez que hacia la perfecta demostración de su desesperación.

Nadira tenía que aceptar que compartía la curiosidad de Gaspar pero se negaba perder su tiempo en la fila, si realmente tan especiales eran las piedras, entonces su piedra podría esperar y la de Gaspar igual. El niño gruñía cada vez que veía salir alguien contento con su piedra, a lo cual ella se reía para sus adentros.

Aun así le daba algo de pendiente. Esto parecía muy bueno para ser verdad. Claro que llegar a un reino sin previo aviso debía de ser un buen motivo para dar regalos y que los nativos del reino no los atacaran. Pero esto es magia y ella sabía de primera mano que esta puede ser peligrosa y el hechizo que puedan tener las piedras pudiera ser muy dañino. Nadira no quiso seguir pensando en eso, no quería levantar falsas sospechas sobre visitantes tan generosos, ni toda la magia tenía que ser mala. Igual si ellos quisieran conquistar el territorio les hubieran dado una piedra a cada quien, no solo a unos cuantos. Respiro profundo y siguió limpiando las plantas.

Al anochecer las personas se habían calmado la mayoría ya estaban cansados y no querían formar más la fila. Bálder veía desde el balcón de sus aposentos como sus hombres se retiraban con las charolas. Se alegraba que ya algunas piedras tuvieran dueños. No querían visitar otro reino. Se quedarán aquí una semana asegurándose que todo habitante cale su suerte al pasar la mano, él no tenía espacio para errores, su gente lo esperaba.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, las filas ya estaban hechas. Los ciudadanos implacables segados por la avaricia de conseguir una piedra estaban parados platicando entre ellos esperando que los guardias del uniforme negro salieran con las charolas.

Dante agradecía ya haber sacado sus dos piedras y evitar las largas filas que se veían como ríos desde las alturas del palacio. En su mano sostenía las dos piedras la extraña sensación de paz llenaba su pecho al mirarlas, de repente estás brillaban o reflejaban algún destello como si tuvieran personalidades propias. El diamante era fuerte y reservado, mientras que el cuarzo era paciente, cálido y llamativo. Dante se preguntó si se estaba volviendo loco, por pensar algo así de unas simples rocas.

Su turno de guardia iniciaba en la tarde, por lo cual disfrutaba de su tranquilidad desde su cuarto dentro de la torre de guardias que daba a espaldas al jardín de Macadamias que prácticamente cruzaba toda la ciudad. Se fijó en todas las personas que estaban ahí y se preguntó de qué humor estará Philip con todo el ruido.

El artesano ya no podía soportar el ruido de la calle, las filas estaban justo afuera de su casa. Precisamente había escogido esta casa por su ubicación y que el parque de Macadamias no era muy frecuentado por fiestas o gente ruidosa. Pero ahora era otro cantar.

Con un fuerte estruendo cerró cada una de las ventanas, la gente brincaba con cada golpe de madera y el rechinar fuerte de su cerradura y el silencio tan preciado por Philip poco a poco conquistaba. Dio el medio día y la fila apenas había disminuido, cada vez menos personas sacaban una piedra pero eso no les impedía estar formados horas bajo el sol, pero al menos con el calor y el cansancio ya se habían callado. En las penumbras de su casa, Philip se acercó a su delicada perla rosada. Esta tenía una luz propia y cada vez que la tocaba esta brillaba como si estuviera feliz estando bajo su toque. Philip maravillado: por primera vez en todos sus años no se sintió solo. Y con una sonrisa la puso sobre una pequeña almohada de joyería de terciopelo dentro de su estudio, donde siguió trabajando largas horas. Su nuevo pedido fue hecho por uno de los guardias del señor de la plata, que consistía en una delicada flor de cristal con venas de plata que rodeaba una pequeña cajita igualmente de cristal, que contenía un hermoso anillo de oro blanco y diamantes. El artesano nunca preguntaba para quien era el regalo pero esta vez no pudo resistir. A lo cual el guardia sonriendo simplemente contestó que era para su alma gemela.

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