Viendo lo que no se ve

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El luto decoró la cara de la familia con color a desdicha, los adultos cual estatuas se impedían llorar delante de los niños. Nada se demostraba, no obstante, todo se sentía. Incluso la pequeña ciudad estaba conmocionada. Con mi primo Roberto optamos por salir a correr por la plaza Flores el día de su entierro.

Como era de esperarse, no volví a ver a mi tío, al menos no en físico o cuerpo carnal. Sin embargo, más de una vez en el correr de esos meses, lo sentí a mi lado y hasta puedo afirmar que lo pude ver como si fuera una ilusión, de aspecto diáfano. Me sonreía y yo le devolvía la sonrisa. Nunca me habló. Eso sucedió muchas veces en especial cuando tocaba algunas músicas en el piano, que siempre le habían gustado. Quizás le era permitido bajar desde donde estaba a ver a sus seres queridos. ¡No tenía ni idea de qué estaba sucediendo!

¿Cómo era posible que pudiera ver a un muerto? Pensé que lo imaginaba a causa de la melancolía, o tal vez había sido realidad y mi tío me acompañó por mucho tiempo luego de morir. Su figura leve y de aspecto etéreo llevaba siempre su ropa favorita de usar en casa: un pijama celeste a rayitas blancas. Esa imagen me infundía tranquilidad, emanaba un calor acogedor y familiar en el alma colmado de un amor puro y diáfano. Me miraba y sonreía. Siempre era lo mismo. Estaba feliz, en mi corazón lo sabía, lo sentía.

Nunca se lo conté a nadie; el miedo a ser criticada por mentes obtusas que aún no podían percibir la vida con un concepto amplio que abarcara más allá de lo que solo se ve, hizo que me mantuviera callada de lo que apreciaban mis sentidos y emociones. Silenciar lo que serían locuras para los adultos me volvió tímida y retraída, al punto de no levantar la mirada, ni hablarle a la gente.

Por otro lado, estaba mi abuela —la canaria—, a quien el accidente le dejó también varios daños. Había perdido a su hijo y a su nuera, pero no lo supo sino hasta mucho tiempo después. En aquel fatal accidente ella también se había llevado un recuerdo tatuado en la piel, al haber resultado herida al quemarse la pierna con el termo de agua caliente. En resumen, todo era un caos. Pero aun así ella misma se encargó de su recuperación, pues era experta en remedios caseros. Era fuerte por naturaleza, de carácter autoritario, y no le gustaba tomar medicamentos, por ello batalló hasta que logró que la sacaran del hospital. Cuando llegó a la casa comenzó su terapia natural.

También se sumergía con ayuda de mi madre, Natacha y Emilia, la chica que cuidaba la casa, en una especie de bañera con agua tibia, hasta que se iba desprendiendo su piel quemada en forma natural. Mis primos y yo no lográbamos verla porque nos afectaba, a diferencia de Natacha, que estaba siempre dispuesta. Mi hermana amaba cuidar a la gente, luego de adulta su vida continúa por ese camino, el de la medicina. Con el paso del tiempo mí abuela se recuperó de la quemadura, sin necesidad de ingerir un medicamento y sin que le hubiera quedado cicatriz alguna, como muestra evidente de aquella fatalidad mezquina.

Unas cuantas mañanas al despertar, mi abuela le contaba a mi madre Gema que el tío Moisés había estado junto a ella toda la noche cuidándola y se alegraba por verlo tan bien. Nadie se atrevía aún a decir nada y mucho menos a contradecirla. Yo me preguntaba si en realidad lo veíamos o si solo se trataban de alucinaciones melancólicas, por el adiós definitivo.

Pasó el tiempo y cada uno vivió según sus propias fuerzas, unos sin demostrar nada y otros buscando respuestas a sus interrogantes. A mis trece años solo traté de seguir como la niña que era; no quería saber nada, estaba asustada e inventaba de todo para seguir viviendo en una burbuja imaginaria de color rosa. Buscando cualquier medio que me sacara del malestar de haber perdido la inocencia por vivir de cerca la muerte y sus consecuencias, además de tener que callar lo que sentía y veía. Pero como no callar lo que no comprendía. A decir verdad, no sé a qué le temía más, si a lo que sentía dentro de mí, entretejiéndose en mi alma o a lo que pensaran los demás, al ser juzgada o desacreditada. Decidí callar.

A muchos de los integrantes familiares esa tragedia no les afectó como a mí. Salvo a mi primo Ramiro, el mayor de los hijos del tío Moisés, que tenía dieciocho años cuando ocurrió el accidente y perdió la cordura durante casi dos años. Su existencia estaba como prendida de un hilo y era un completo misterio.

Callando la ignorancia de mi KARMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora