El ataque que no se ve

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La época de rebeldía llegaba a su desenlace final. Las fantasías de intimar con los preservativos se me agotaban y no por remordimiento, sino porque estaba intentando ser lo que no era y eso es imposible mantener en el tiempo. Lo probé, quería portarme muy mal y lo hice, pero las máscaras se usan en el carnaval y yo vivía mi vida a cara descubierta.

Esa faceta sin dudas me abrió la mente y me hizo una mujer más madura, más fuerte y nada sumisa a la voluntad de otros. Pero por alguna razón que no logro recordar, regresé poco a poco a mi acostumbrada vida, encerrada del mundo en mi viejo cuarto a oscuras, con mucho dolor de cabeza y ese perturbador zumbido en los oídos. Habían pasado dos años del tratamiento con la señora Miriam y todo parecía retroceder al viejo punto de partida. Cuando lograba salir un poco a la calle por alguna obligación, caminaba con la cara casi pegada al piso, los ojos apenas abiertos y con las dos manos tapándome la audición. No lograba soportar ese murmullo inexistente, o que sí existía, pero yo lo desconocía. Me pareció como si hubiera algo al acecho esperando que bajara la guardia para abrir esa ventana de par en par y así dejar invadir el frío en mí ser, ese que entraba siempre por la nuca.

De nuevo me vi atada de manos frente a esos síntomas impredecibles; un día no podía caminar, otro padecía de intensas migrañas que no se aliviaban ni con el calmante más potente, otros días me dolía una pierna. Sin duda que llevaba la vida de una mujer desequilibrada mentalmente, pero mi comportamiento absurdo no cuadraba por completo con ningún criterio de diagnóstico médico o psiquiátrico. A ese punto ya estaba claro que la vía de ayuda que necesitaba era la espiritual y que no podía darme el lujo de permanecer pasiva.

Entonces comencé a acercarme a una iglesia en Montevideo, busqué a la pastora, a quien creía una persona sensible, y le consulté por mi situación. Ella me dijo de inmediato que no debía solicitar ayuda psicológica, ni psiquiátrica y menos de personas que no pertenecían a los caminos del Soberano, con los cuales no debía pervertir mi alma santa. Justo ahí comencé a chillar como gata mojada por tanta frustración ante su prepotencia y le contesté, desencajada y sin pudor, que su orden no era justa, pues yo me había esforzado para decirle todo lo que vivía y ella, sin poder ayudarme, seguía careciendo de la humildad necesaria para admitir que quizás la ayuda que necesitaba la encontraba por otros lugares.

Su orgullo y su egoísmo era lo que salía de esa boca supuestamente venerable. En ese momento supe que la religión mal encauzada genera más daño que el hecho de ser ateos. Asimismo, la falsa fe desvestida de pureza y acomodada en sus cultos y rituales, no era más que cuevas oscuras que no me permitían desarrollar mi propia inteligencia o tomar mis propias decisiones. Quizá lo que debía aprender era a andar por mí misma, a fin de cuentas, era la dueña de mis decisiones y elegía qué hacer conmigo, ya nadie iba a darme órdenes.

Por eso continué buscando alternativas y encontré a un señor que realizaba reiki, esa práctica espiritual budista donde la imposición de manos se usa como forma de medicina alternativa. Básicamente, me debía transferir energía universal con las palmas de sus manos para otorgarme la auto sanación y el equilibrio. Además del reiki, el señor aplicaba la cartomancia y yo quería averiguar si por medio del tarot llegaba a desatar un poco el nudo de mis ignorancias. Marqué una cita y me encaminé a dichas sesiones acompañada de mi madre Gema. Era en el mismo barrio en que vivíamos, así que fue rápido llegar. Ya no tenía nada que perder, por consiguiente, me daba igual dónde buscar. Me fui confiada e impaciente a conocer al reikista, muy consciente del pecado que suponía conocer mi propio futuro.

Pero era bello decidir pecar sin culpa. Llegó el día del encuentro y conocí al señor. Era bien bajo de estatura, de aspecto rígido y al mismo tiempo muy profesional. Nos habló de lo que se trataba el reiki y comenzó a tirar las cartas del tarot en una mesa redonda junto a una vela prendida que le daba un aspecto sacramental al lugar. Se escuchaba música instrumental relajante y resaltaba en el aire un aroma de incienso a canela. Comenzó a leer las cartas y nos dijo algo de un nacimiento difícil y complicado, de fuerzas entrecortadas, de guerras en el mundo espiritual, de un ciclo que debería cerrarse y mencionó la palabra «karma», aunque no entendimos mucho qué fue lo que quiso decir con eso. Estábamos cerradas porque aún no nos habilitábamos a conocer y razonar que el hecho de que haya temas arduos de entender no significa que no existan.

Callando la ignorancia de mi KARMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora