PRÓLOGO

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Noté el viento más fuerte que lo normal, tanto que sacudía con fuerza las ramas desnudas de los árboles de un lado al otro, como si fuesen esqueléticos dedos de una mano que se extendían en todas las direcciones, prontos para ingresar a mi casa sin pedir permiso. Apreté los dientes. De igual forma, nada de eso afectaba mi día a día, daba lo mismo la temperatura que hiciese afuera o que la gente actuara feliz; yo jamás salía de mi casa y esa era mí realidad.

Bajé la cabeza, empalmando las manos y con cierta reverencia, rogué la protección de los cielos. Estaba muy cansada de todo lo que me había tocado vivir. Ya no tenía más fuerza para continuar. No sabía por dónde seguir, por donde buscar. Lloré por un buen tiempo en forma mansa, casi en silencio y sin decir nada.

Luego haciendo a un lado mi rostro, la mata negra de mi cabello largo me cubrió el mismo y miré de reojo la habitación en la que me encontraba; primero observé los libros, los cuales tenía en cantidad y de varios tamaños y colores; aquellos ejemplares que debían estar en el escaparate de madera blanca que se encontraba del lado derecho, sin embargo se encontraban dispersos por doquier; contemplé esa sala con el azul que predominaba en los cojines con flores y el color blanco en casi todos los muebles y suspiré llenando de aire mis pulmones y resoplé con fuerza. Consideraba ese lugar casi como un santuario inmaculado. Las paredes estaban llenas de fotografías en blanco y negro de mis hijos. En él pasaba la mayor parte de las horas de mis días. Era necesario que organizara ese caos, el de esa habitación y el de mi existencia patética.

Llevé otra vez la mirada hacia afuera y el frio del exterior me hizo estremecer por completo una vez más, sin embargo la gente que caminaban en la vereda, sonreían. Ellos vivían y yo sobrevivía. Esa era la diferencia. Tragué saliva. Volví a observar a mí alrededor, buscando algo. No sé con exactitud qué era lo que buscaba, pero siempre tenía esa sensación que lo iba a encontrar. Aún me quedaba fe, poca, no lo voy a negar, pero quedaba algo en el fondo del recipiente.

Tenía por costumbre rezar en la noche mirando la luna y fumando un cigarrillo. Más que rezar era una conversación. Yo nunca fui adicta a oraciones de fanáticos religiosos llenas de palabras bonitas y menos de cantar un rosario como una lora. Yo le contaba a la luna de mis dolores. No tengo idea de cómo comenzó ese monólogo de secretos. Por alguna razón inexplicable, en las noches cuando mis hijos dormían, parecía que se paraba encima de mi balcón esperando mis lágrimas, que solo ella veía y de alguna forma inexplicable, lograba consolarme.

De igual forma podía saber y no sé cómo era que lo sabía, pero entendía en esos días, que todo era un peregrinar pasajero, pero que al final, ya en una edad avanzada, todo sería diferente, tendría algo así como una recompensa como el ciclista que llega a la victoria. No podía contarle mis cosas a nadie. Necesitaba algo que me diera una motivación para continuar y ahí estaba ella, la luna, haciéndome compañía. Me sentía como colgada de algo, aparte de estar colgada de la luna, valga la redundancia. Por completo estancada. Nada me ilusionaba. Esa mañana había intentado esbozar una idea para una novela. No obstante, luego de escribir un bosquejo en el cuaderno, lo miré, y ante una mueca de desasosiego, volví a arrancar la hoja. La mutilaba arrugándolas entre mis manos, hasta hacer de ellas, pequeñas bolas que iban a parar —con una maniobra digna de un experto en baloncesto— directo al cesto de basura.

Aturdida y frustrada, dejé de trabajar en eso y me entretuve arreglando cada una de las hojas arrugadas, aquellas que no habían entrado al cesto, incluso las tazas de té que habían quedado esparcidas por ahí. Conocía mi forma de escribir y no era necesario esquemas, ni planes estratégicos de estructuras para una novela, puesto que las ideas fluían, como si tuvieran vida propia, irónicamente, justo la que yo no tenía. Pero ese día sucedía algo que no lograba entender; no lograba concentrarme en nada. Me sentía tensa, como a la espera de algo. Empecé a caminar en la sala de un lado a otro. La tensión formó parte latente de mi cuerpo. Miré la ventana y ella continuaba cerrada y apenas divisaba las ramas esqueléticas como queriendo entrar en mi santuario.

De forma abrupta e inesperada, la ventana se abrió y el frío entró congelándome hasta el alma. Un acentuado escalofrío recorrió cada centímetro de mi piel; estaba sola, por lo que no pude evitar que mi corazón se acelerara y comenzara a rebotar en las paredes de mi pecho; podía incluso escuchar el avance de mi sangre correr, bravía por el caudal de mis venas. Levanté las manos, aterrada, y cubrí mis oídos con ellas, como si eso aminorara esos síntomas funestos, envueltos en un mal presagio.

Intenté cerrar la ventana con todas mis fuerzas, pero siempre se volvía abrir. Día tras día, año tras año, como adolescente rebelde y atrevida, se abría a su antojo; la desgraciada no se ajustaba en sus cerrojos, por más que lo deseara— y hoy no fue diferente. El frío volvió a entrar en mi vida. Lo que entraba cuando la ventana se abría sin pedir permiso, e invadía mi cuerpo, era lo que me dominaba y sometía por completo.

Puedo afirmar que, desde mi cumpleaños número treinta y cinco, dejé de lado la idea de caminar por la calle como una persona normal, y sin darme cuenta, poco a poco, fui recluyéndome cada vez más. Drenaba mi falta de vigor a través de mis letras. Ese era el único mundo en donde podía ser yo misma y al mismo tiempo, disfrutar de miles de experiencias a través de mis personajes. Aquello desconocido me tenía prisionera en mi propia casa. Ignoraba las causas.

En otras ocasiones, el frío me hizo estremecer de miedo y me mantuve pasiva y paralizada; en esos días, ni siquiera intentaba cerrar la ventana. Optaba, por no contrariar su martirio. Esos días fueron los peores. Ya se los iré contando.

Hubo momentos en los que le declaré la batalla a ese frío, como una loba recién parida, aunque en una ocasión —digamos la más tétrica—, fue cuando abandoné la lucha y quise tirarme al mismo abismo del olvido.

Pasé por todas las etapas posibles y, en ese proceso, conocí todo tipos de maestros, en donde cada uno de ellos, colaboró conmigo en el misterio de aquello desconocido que se colaba por mi ventana. Esos mentores o maestros, aparecieron en su justa medida y en el momento adecuado, muchas veces, sin que me percatara de ello —de modo inopinado y sin alardear demasiado—, sigilosos, como cazador que acecha a su presa. Con los años pude entender que fueron maestros escondidos entre la gente, que aparecieron en ese caminar de búsqueda, como ángeles que surgen de la nada, y pasaron por mi existencia cumpliendo un objetivo y dejándome una enseñanza. Luego de eso, se retiraron.

Todo eso era parte de mi historia y ese día en donde el frio fue más intenso que de costumbre, me hizo cambiar la ruta en mi búsqueda. Debía contar todo. No podía llevarme todo eso a la tumba. Los misterios debían ser revelados y aunque sabía que mi familia pondría el grito en el cielo para que no lo hiciera –por las críticas a lo que se desconoce y que sería objeto de burla – igual decidí, que ese era el único camino. Por éste y varios otros motivos, decidí dejar de hacer bollitos a las hojas de mi cuaderno y comencé a narrar mi guerra por descubrir la ignorancia de mi karma. No iba a escribir una novela de ficción, sino que iba a contar una realidad; la mía y si lo iba a hacer, lo haría al cien por ciento real. Sería polémica y surrealista, pero ya era hora que sacara de dentro de mí todos esos secretos escondidos y que nadie mencionaba por miedo y temor.

Me llamo Victoria Monserrat y ésta es mi historia.

Callando la ignorancia de mi KARMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora