Visitando el cielo

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A la edad de dieciséis años, mi alma atribulada y repleta de cuestionamientos, anhelaba respuestas de lo que veía, pero por haber sido católica y criada en un colegio de monjas desde los seis, no lograba entender. Pese a mi ignorancia, disfrutaba de sueños especiales mientras dormía, donde viajaba fuera del cautiverio de la materia y de mi cuerpo, apreciando todo ese desplazamiento tan real y verdadero como cualquier cosa tangible. Esa noche el sueño fue algo mágico.

Sentía en mi espíritu lo hermoso de estar en un lugar donde predominaban el bien, el amor y lo puro. Visité un sitio donde llovían gotas plateadas que se infiltraban en mi alma. No sentía angustia, sufrimiento ni nada semejante. Es un lugar difícil de describir porque no hay nada semejante en la Tierra. Todo estaba muy blanco, infinito, tridimensional y límpido. En mi sueño que no parecía un sueño, caminé por unos pasillos gigantes con columnas gruesas y muy altas casi que diría que sin fin; tanto si miraba para arriba como para abajo no se podía discernir el origen ni el límite de ese lugar. Observé una especie de balcón con vistas a una ciudad de estructuras armoniosas, con edificios, casas, árboles, flores y personas, todo lejano, traslúcido, diáfano y tenue.

Se sentía agradable permanecer allí, y deseé quedarme en ese plano sin vanagloria alguna, y sin necesidad de sentir otra cosa que el efecto de ese lugar en mí, por lo que me fui sumergiendo en un baño de energías renovadoras y mis ojos no pudieron contener las lágrimas.

Había más personas a mi lado, a quienes conocía, pero no los podía recordar, pero sí sentir su presencia. Lo que definía a esos seres a mi lado eran la paz y su tranquilidad. Agradecí en silencio la respuesta del cielo por ese sueño, en una reverencia absoluta a los inagotables recursos del poder divino. Noté que mis fuerzas se serenaban a medida que mi tía Marta atravesaba el pasillo, vestida con una túnica blanca de florcitas delicadas color celeste claro, muy parecida a un vestido que usaba en las tardes de verano. En su forma no había nada tosco, flotaba en el aire y eso me parecía muy extraño.

De todas formas, corrí a su regazo en búsqueda de amparo, pero ella no me tocó, ni me acarició, me atajó muy apresurada y me dijo:

—¿Qué haces, Victoria? ¿Qué estás buscando? —No estaba enojada, pero tampoco alegre de verme.

—¡A mi tío! —respondí calmada—. ¿Dónde está? ¿Por qué no lo veo más?

La tía Marta asintió.

—¡Amor! Aquí no se encuentra tu tío, él está en otro nivel, en un lugar más alto al que yo no puedo llegar y tú menos. Tú tranquila, que está muy feliz con nuestra hija y siempre está contigo. Jamás te va a dejar sola.

—¿Qué hija? ¿Qué lugar? ¿Por qué ya no puedo verlo y sí te puedo ver a ti? —pregunté asustada y afligida.

—Algún día lo volverás a encontrar. Él esta con Rossana, nuestra hija que vivió muy pocos días. Regresa a tu casa y descubre las verdades de la vida, encontrarás las respuestas que tanto anhelas.

Se despidió sin tocarme y se fue como en una nube. La conversación fue muy rápida y de mi boca y la suya no salió palabra alguna, nos conectamos en nuestras mentes, como telepatía, como si la tía Marta no tuviera el permiso para decir más nada. Ese fue el recuerdo que me quedó: sus palabras y su forma de mirarme directo a los ojos, allá donde se encuentra el alma.

Todo eso parecía muy real y jamás lo olvidé. Así como tampoco olvidé mis nuevos encuentros con Miguel, que apareció con su turbante blanco, su piedra verde y su daga, llenándome de alegría.

Comenzamos una larga conversación mientras nuestros cuerpos ingrávidos se movían.

—¿Qué es éste lugar? —le pregunté.

Callando la ignorancia de mi KARMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora