El monstruo invisible

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Todo comenzó una tarde soleada en el patio de mi casa; estaba feliz, rodeada de flores de todo tipo, sentada en una hamaca de color naranja y amarillo con flecos que llegaban hasta el piso. Mi madre estaba en su salón de belleza, el cual se situaba en el frente de la casa, mientras que Emilia se encontraba en la cocina.

De pronto sentí algo extraño en mi cuerpo, como si fuera una invasión, sentía más dolor en la nuca, y traté de respirar para tomar el control. Pero no tuve éxito y en pocos segundos comencé a gritar sin consuelo, presa absoluta del miedo. Mi turbación sobrepasó todo entendimiento, logrando paralizarme por completo. En ese momento, solo pensaba en mirar por última vez los rostros de mis seres amados, ignorante de lo que me sucedía y percibiendo que podría ser el final de mi existencia en la tierra. Las lágrimas brotaban de mí como agua de manantial, eran las más sentidas que había llegado a experimentar; pronto me encontré rezando, aferrándome así a la fe, lo único que podía proporcionarme paz y asilo ante el dolor inexplicable. Perdí el control absoluto de mis piernas y me desplomé al piso en cuestión de milésimas de segundos.

La ventana se había abierto de par en par por primera vez en mi vida y el frío que entró desde afuera me dejó helada del terror.

Recuerdo con claridad, pues sucedió poco tiempo después del accidente con el tío Moisés, tenía escasos trece años y ese día fue cuando aquella ventana abierta cambió mi destino. Esa frescura extrema y horripilante que percibían mis sentidos y mi cuerpo fue llevándome obligada a buscar respuestas, a lo que en realidad me estaba sucediendo.

Mi familia corría asustada, los médicos comenzaron a pasar por mis ojos y diagnósticos de todo tipo llenaron mis hojas clínicas. No había nada grave, ni razón para justificar ese miedo que me destrozaba por dentro y me impedía tener una vida normal como las demás adolescentes. La negligencia médica hizo su muestra de mayor ignorancia, atraso y falta de tacto haciendo un diagnóstico nulo, una simpleza: era una consentida mimada. Y básicamente se recomendaba a mis padres ser más enérgicos. Hubo otras ocasiones en las cuales los médicos me salvaron la vida y gracias a ellos estuve bien, pero a nivel emocional sufrí mucho en esa época.

Mi cuerpo percibías las sensaciones de una realidad desconocida, lo que me condujo hacia una peregrinación por muchos lugares, acompañada de mi madre y mi hermana mientras era pequeña. Con aquella imperiosa necesidad de conocer que era lo que en realidad sucedía conmigo. Cuando los médicos no dieron respuestas concretas con soluciones científicas, acudimos a la fe y sus distintas doctrinas religiosas. Entonces, comencé a sentirme sola con esa mochila, cargada de soledad, pues a simple vista nadie notaba nada raro y solo para mí existía ese «monstruo invisible». Si alguna vez traté de hablarlo y explicarlo fue en vano, pues cada vez que lo hacía me arriesgaba a recibir insultos, miradas de reproche o a ser cuestionada mi salud mental.

Con el tiempo me convertí en una adolescente que se sentía un despojo humano y que después de mucho tiempo me diagnosticaron con: «algún tipo de epilepsia».

Un día mi profesora de francés, de manera insensata, me llamó «consentida» con la autorización de mi madre, insistiendo en que debía hacer más esfuerzos en los estudios. Aunque quise, no lloré frente a ellas ese día; era orgullosa y había aprendido a no hacerlo delante de nadie y mantener mi dignidad ante la injusticia. Cuando esa conversación terminó, mi madre creyó que ahora sí había entendido que debía esforzarme en los estudios como una chica sana, dejando de hacer «pataletas sin sentido». Nunca olvidé la cara de esa señora con sus saltones ojos azules dándome clases moralistas porque, según su parecer, yo solo quería llamar la atención.

Esa experiencia fue mi bautismo al celibato de hablar, similar al de un monje tibetano. Mis intentos por confesar lo que me sucedía me cargaban de incomprensión y eso me marcó de forma negativa. Ese día decidí que nunca más hablaría de lo que sentía, veía, soñaba y me asustaba. Me sentí incomprendida, ignorada y sumida en el desprecio colectivo, solo por no comprender lo que me sucedía y porque ellos prefirieron permanecer en la ignorancia de los hechos, creyendo que, si tan solo me ignoraban o pasaban de mí, mis manías, malcriadeces o lapsus mentales cuestionables, se desvanecerían en el aire como el humo de un cigarrillo. Lo que padecía no se dejaba ver, y ante los ojos de todos, no había nada real para enfrentar y combatir. Aquellos demonios que desvencijaban mi alma perdida eran solo míos, la lucha no debía ser librada por nadie más que por mí, pero como entenderlo en ese entonces. Solo era una adolescente extraviada en la niebla, queriendo encontrar el camino que me trajera de vuelta a la paz y la felicidad de mi hogar, uno que poco a poco se desvanecía, obligándome a seguir en el mismo lugar. No obstante, estuve medicada por años por la epilepsia, pero la situación no cambió. La frecuencia de los ataques era impredecible, nunca eran las mismas percepciones que sentía en mi cuerpo, pues variaban conforme al lugar en donde me encontraba y las personas a mi alrededor. Los ataques eran todos diferentes y dependía de dónde estaba, ya fuera en el colegio, en un hospital, un cementerio, una fiesta o simplemente en una reunión familiar.

Callando la ignorancia de mi KARMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora