Capítulo 12. Pase lo que pase

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"Me iré de ti, pero tú no te vayas de mí. Porque me iré de ti como me voy de todo, sin que nada se vaya de mí." 

Antonio Porchia

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MIL

Llegar a casa, abrir la puerta, entrar, respirar, vivir... nunca antes todo eso había dolido tanto, no así, no de ese despiadado modo en el que parece doler ahora. Te dejas caer en el suelo, apoyando tu espalda en la dura superficie de la madera lisa esperando perderte en ella. Cierras los ojos deseando perderte en esa oscuridad que habita detrás de tus parpados cansados y también esa oscuridad duele, duele tanto.

Las lágrimas se niegan a salir de tus ojos, parece que se han agotado. Nunca en tu vida habías llorado así por alguien, parece que tu corazón acostumbrado siempre a reír, a no darle importancia a nada que no fueras tú mismo por fin ha colapsado. Se siente frágil y traicionado. Se siente menos que nada, sólo un instante que se consumió en las llamas de una realidad que no se siente capaz de enfrentar. Cenizas, pedazos y migajas, sólo eso ha quedado, sólo eso existe para ti.

Así que, Mil Ittiporn, el rey de la vida despreocupada, el eterno don Juan, aquel que se creía invencible, indomable, inalcanzable, se ha dado cuenta ahora de que es nada. De que un solo hombre ha podido hacer de él lo que ha querido, que se rindió ante el brillante fulgor de unos ojos y, ¿todo para qué? Todo para que esos mismos ojos le restregaran en la cara que nunca habían sido suyos, que ninguna de las miradas que le regalaron fueron para él, que su calor, aquel calor tibio que sin embargo le era suficiente, ni siquiera eso, fue entregado para él solamente.

Todas esas certezas te aterran, te congelan ¿por qué te sientes así? ¿Qué tiene Tine Teepakorn que te hace pensar todas esas cosas que no habías pensado antes? ¿De verdad lo amabas? No lo sabes, la única certeza que asoma en tu corazón maltrecho y en tu confundido cerebro es que todo duele. Duele pensar, duele sentir, duele estar ahí tirado en el suelo mientras contemplas el techo del departamento esperando que ahí se encuentre la fórmula mágica de la sanación de tu alma. Pero ¿tiene remedio? ¿De verdad lo tiene?

No. Ese "no" viene de lo más profundo de tu alma, de lo más profundo de tu soledad, esa soledad que has estado cargando todos estos años disfrazándola de fama, de fortuna, intentando llenarla una y otra vez con cuanto chico hermoso te toparas, pero de algún modo siempre estuvo ahí. Y ahora te asfixia, te llena por completo. Aparte de ser nada, también eres soledad. Por eso no hay remedio para ti. La nada no puede tener remedio. La nada y el todo no pueden existir al mismo tiempo, quizá tu tampoco debas de existir ya.

Tus ojos se abren de golpe con la certeza de ese pensamiento. No existir. Irte muy lejos, salir de ahí, de ese lugar donde todo duele, de ese lugar que aunque ahora te cueste aceptarlo se reduce a tu propio cuerpo. Nunca antes habías considerado esa posibilidad, la posibilidad de irte y dejar de lado todo, olvidarte de todos, irte a un lugar donde nadie pueda alcanzarte jamás. A ese lugar que de todos modos los espera a todos pero del que esta noche, tú te sientes más cerca. Te levantas del suelo pensando en que finalmente si te vas, nadie te extrañaría. No, nadie lo haría.

Sabes que si te vas, Phukong estaría tranquilo por fin, porque lo único que puedes darle, lo único que siempre le has dado es dolor y decepción. El que te vayas será para él casi como una liberación bendita, liberación que siempre ha estado esperando. Suspiras y empiezas a caminar hacia el cuarto de baño. Quizá sea la última vez que lo hagas...

Sigues pensando en Phukong cuando lentamente te quitas la ropa y la dejas en el suelo, sin que importe de verdad que sean prendas de diseñador. Solo dejas que caigan al piso y caminas automáticamente hacia la regadera. Las gotas de agua helada caen sobre tu cabello, pero tampoco importa que el agua esté muy fría. El frio te recuerda que sigues vivo, pero por el dolor que hay dentro de ti apenas lo notas. Sí, sigues vivo, quizá no por mucho.

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