Para algunos el purgatorio es un punto medio entre el cielo y el infierno, un sitio de purificación y expiación, un limbo en el que prevalece la soledad y la incertidumbre, donde no queda más que esperar y eso es quizá lo que lo convierte en el peor lugar para estar. Para mí el purgatorio es un fuego interior. Descubrí que tal cosa se originó en mis adentros, si no es que yacía allí desde mucho tiempo atrás, cuando me vine a vivir a Guatemala, país en el que espero morir pronto.
Recapitulando mi vida, enfatizando en mis desgracias, creo que caí en la cuenta de que estaba en el purgatorio la primera vez que fui partícipe de una de las tantas festividades de mi país en las que veneran a la muerte. Sí, una de esas innumerables celebraciones que me hacen pensar que la ignorancia siempre ha sido, a través de la historia, la más poderosa de todas las magias.
Mi nombre es Antonio Rodríguez, y aunque he vivido la mayor parte de mi vida en España, específicamente en Burgos, nací en Guatemala. Tuve que regresar a mi país natal para salvarme de la inanición. Allí mi tía Soila acababa de morir y en su testamento, de acuerdo a un abogado guatemalteco que se había puesto en contacto conmigo, yo figuraba como uno de los principales herederos.
Desterrado por la pobreza me subí al avión y miré por última vez la tierra en la que había crecido, con algo de resentimiento, como si la misma tuviera la culpa de mis frustraciones y postergaciones. A estas alturas de mi vida no puedo asegurar, ahora que ya me he acostumbrado a la desdicha, que me arrepiento de haberme ido. Todo lo que alguna vez fui se quedó atrás.
El viaje de tercera clase lo sentí como si hubiese atravesado un agujero de gusano que me transportó a otra época. Cuando me bajé del avión, en el aeropuerto de la capital guatemalteca, el impacto del calor tropical combinado con la humedad se me antojaron como una bofetada en el rostro. De inmediato experimenté dificultades para respirar. Al entrar al edificio me sentí observado por miles de miradas indescifrables de mis paisanos, como si estuvieran evaluando cada uno de mis movimientos. Los únicos que me saludaron con un patoso «Hi!» fueron unos americanos ilusos, a los que aquí se les llama «gringos», de seguro porque me creyeron su compatriota nada más por mi apariencia. Al menos logré estabilizar mi respiración gracias al aire acondicionado, pero no me imaginaba que el lugar al que me dirigía era mucho más cálido, como una sucursal del infierno. Aquel recibimiento extraño y adverso de inmediato me infundió deseos de pirarme de regreso a Burgos, fue como si una fuerza maligna que me había estado buscando por años finalmente me hubiese encontrado.
Cuando vi un letrero con mi nombre en las manos de un tipo rechoncho, calvo, de unos sesenta años, con un bigote que parecía una brocha y ataviado con pantalones de mezclilla y una camisa a cuadros de manga larga, sentí algo similar a un alivio. Era el abogado, Miguel Carranza, que a pesar de su aspecto tosco resultó ser un hombre cordial y respetuoso, al punto que al saludarme con un «buenos días», luego de que yo lo hice con un simple «hola», me hizo sentir como un maleducado.
Cuatro horas en coche, más una hora que nos detuvimos en una fonda algo sórdida para almorzar un guiso a base de trozos de cabeza de cerdo (animal al que curiosamente llaman «coche»), conocido como revolcado, fueron necesarias para llegar al municipio cabecera del departamento en el que nacieron mi madre y mi tía (del que no diré el nombre por cuestiones de seguridad). En la primera etapa del viaje mi acompañante y yo apenas cruzamos palabra. Fue en la segunda cuando nuestra conversación se tornó interesante. Carranza era un tío algo entrometido, como supongo que debe ser todo buen abogado. Con una expresión de pena en su rostro y un tono afable y precavido me preguntó:
—Discúlpeme el atrevimiento, don Antonio, pero... ¿cómo es que usted terminó en España habiendo nacido aquí?
—Verá, Carranza —respondí con serenidad—, mis padres se conocieron en Guatemala mientras ambos trabajaban en la embajada de España, como mi padre se encariñó tanto con el lugar al poco tiempo se sintió lo suficientemente seguro como para casarse con mi madre. Luego nací yo. Justo el día en que cumplí un año ocurrió una tragedia en la embajada que horrorizó tanto a mi padre que tomó la determinación de regresar a Burgos, con nosotros, apenas un par de meses después.
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Ánima Sola
HorrorAntonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable...