Capítulo 3

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Recuerdo como si fuera ayer el día que María me invitó, en aquel primero de noviembre, a acompañarla a comer fiambre al cementerio del municipio. No pude evitar imaginarme que iríamos a dicho lugar a exhumar cadáveres para devorarlos a nuestras anchas, como si fuésemos partícipes de un ritual macabro. Más tarde me enteré que en mi país, del que aún a la fecha sigo ignorando la mayoría de sus cosas buenas, se le llama fiambre a un plato muy tradicional, a base de encurtidos, conservas y otro montón de cosas, que se sirve frío como un difunto. Me sentó muy mal, pero nada peor que la desgracia que viví ese día. 

Mi abuelo solía decir que las tragedias ocurren cuando uno menos se las espera, y que el secreto para que no nos sorprendan es vivir cada día como si esperáramos en cualquier momento la noticia de la muerte de un ser querido, o nuestra propia muerte. Ojalá ese día de los muertos yo hubiese estado alerta, a la espera de una fatalidad para poder ahuyentarla. 

María, que se veía más radiante que nunca, me tomó de la mano y me llevó entre risas hacia donde yacía su padre. La gran mayoría de tumbas estaban rodeadas de pequeños grupos de personas que comían, conversaban, se reían y algunos hasta se embriagaban. El lugar apestaba a flores… es decir, olía a muerte 

Mi amada se sentó sobre el mausoleo y comenzó a hablarme de muchas cosas. Quería decirme tanto a la vez que apenas era capaz de explicarse. Creo que en algún momento dijo que me quería. Yo estaba tan embelesado con su belleza, tan anonadado con el brillo de sus ojos negros, que no podía prestarle atención a lo que me decía. Lo único que deseaba era follármela allí mismo, frente a todos, sobre el lugar de descanso de su padre. 

Al terminar de comernos el susodicho fiambre nos dimos un beso con regusto a condimentos, luego ella me dijo: «Me siento tan, pero tan feliz que en este momento podría morir tranquila». Luego, a manera de broma, se recostó boca arriba sobre el mausoleo de su progenitor, a lo largo, como si se lo estuviera midiendo, cruzando los brazos sobre su pecho tal y como descansan los vampiros en las películas. Cerró los ojos y sonrió. 

A lo lejos, en el pueblo, se escuchaba un sin fin de pequeñas explosiones de varias ametralladoras de petardos, lo que en Guatemala se conoce como una cohetería. Yo, mientras tanto, observaba como idiota el rostro de María, quien seguía sonriendo con la boca cerrada. Luego noté un pequeño respingo en su cabeza que hizo que su sonrisa se disolviera junto con la mía. Con una cadencia espeluznante comenzó a brotarle una pequeña esfera escarlata de la frente. Hicieron falta varios segundos eternos para que me diera cuenta de lo que sucedía. ¡Era sangre! Cuando la realidad dejó de estrujarme el corazón recuperé el aliento y comencé a gritar como un poseso, y todavía hicieron falta muchos de mis gritos para que finalmente, exhausto del dolor, aceptara que María acababa de morir.

Ánima SolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora