En cuestión de minutos me vi rodeado de curiosos mientras yo apretaba el cuerpo inerte de María contra mi pecho. Aún hoy sigo recordando la mancha de sangre que quedó en mi camisa, a la que durante varios años le encontré miles de formas y asociaciones distintas, como si fuese un test de Rorschach macabro.
Llegó la policía y comenzó a hacer preguntas. Como cada quien antes de mis gritos estaba en lo suyo, nadie entre el montón de metiches fue capaz de dar un testimonio claro de lo que había pasado. Al final me llevaron a la comisaría, no en calidad de arresto sino a declarar sobre el percance. Algunos entrometidos se colaron en la movida. Ya estando allá a un xenofóbico hijo de puta se le ocurrió tergiversar las cosas y sugerir que a lo mejor yo había asesinado a la chica y me había puesto a llorar y a gritar para disimular mi crimen. Cuando quise moler a golpes al bastardo ese hicieron falta más de dos policías para calmarme. Luego amenazaron con encarcelarme.
Llamé a Carranza. Mi regordete abogado consiguió, no sin ofrecer un par de sobornos, apresurar los trámites y sacarme del lugar a altas horas de la noche. Me recomendó que la próxima vez cuidara mi temperamento, pues si me hubiesen arrestado habría tenido que pasar toda la noche en vilo cuidándome de que no me violaran o me rapiñaran en la prisión preventiva.
Como Carranza vivía a un par de manzanas en dirección opuesta a mi hotel, que también quedaba cerca de la comisaría, había llegado a pie. Aún así fue lo suficientemente servicial como para ofrecerse a encaminarme. Rechacé su oferta no sin agradecerle el gesto, pues en ese momento a pesar de que me sentía desolado lo último que quería era compañía.
Mientras me dirigía a mi destino comencé a escuchar el rumor de varias voces que recitaban al mismo tiempo un rezo que se me antojó espeluznante. El corazón casi se me sale del pecho al notar que los causantes de aquel ruido eran un grupo considerable de individuos que se acercaban desde la esquina de la calle en la que me encontraba. Deduje que algunos de ellos eran niños y adolescentes por el tamaño. La mayoría vestía hábitos de monje y además iban encapuchados. El cortejo era liderado por un muchacho con un enorme farol negro en cuyo fondo rojo se distinguían los dibujos de algunas calaveras y huesos. Al no entender la razón de aquella parafernalia extraña me quedé petrificado. ¿Acaso eran los familiares de María que venían a lincharme? ¿O acaso Giovanni había reunido a toda su familia para finalmente cobrar su venganza?
Los encapuchados al verme aceleraron el paso a mi encuentro, algunos soltaron unas risas que me pusieron la carne de gallina. De inmediato me rodearon. El primero que habló me dijo: «¿Una limosnita para las ánimas del purgatorio, “Mister”?». Temí responder, mi miedo era evidente, eso provocó que entre todos empezaran a apabullarme gritándome su rezo al oído que decía: «Ángeles somos, del cielo venimos, limosna pedimos. Y si no nos la dan, puertas y ventanas nos la pagarán». Iban por la tercera repetición de aquella tortura cuando Enrique se abrió paso entre ellos y les dijo:
—¡Tranquilos, muchá!, él no es de aquí.
«Sí lo soy —pensé yo— aunque jamás hubiese querido serlo». Enrique logró apaciguarlos repartiéndoles bolsas trasparentes con trozos de algo que de momento no pude distinguir, pero que luego me enteré que eran conservas dulces. Uno de los muchachos al recibir su premio recitó en forma robótica: «Esta limosna que has dado, con amor y con anhelo, será la primera escala para que subas al cielo». Después otro de ellos, fingiendo una voz aguda de mujer, me gritó: «¡Gringo hueco!». Eso hizo que todos estallaran en risas. Luego comenzaron a disiparse, algunos de los que pasaron a mi lado aprovecharon la oportunidad para empujarme mientras que otros se dedicaron a abuchearme y a chiflarme.
Entramos al hotel y a pesar de que afuera hacía frío yo estaba empapado de sudor.
—¿Estás bien? No te asustes, Antonio, solo es una tradición estúpida del pueblo, parecida a esa mierda de Halloween. Créeme que aquí hay muchas otras cosas a las que sí deberías temerles en vez de a una bola de patojos sin oficio. Por cierto, ¿dónde has estado?
—¿Qué significa hueco? —pregunté tratando de salir del trance en el que me encontraba, más que todo por no saber cómo empezar a contar la tragedia que me había sucedido.
—¿Que qué?
—¡Así me llamó uno de esos chavales cerotes! —dije sin saber que me había referido a ellos como mojones—. ¿Acaso significa tonto o qué?
Enrique rio levemente y me respondió:
—Significa homosexual.
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Ánima Sola
HorrorAntonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable...