Me quedé sin aire, postrado, con la sensación de tener sobre mí una tonelada de rocas que me impedían moverme. Noté que me brotaba sangre del rostro gracias a las patadas que me había dado Clímaco, quien se encontraba inconsciente y postrado sobre la mesa del escritorio. El bastardo había caído sobre la vela negra, apagándola con su cuerpo. Finalmente me levanté, hecho un cristo. Si los conjuros hacia el Ánima Sola funcionaban eso explicaba mi estado físico y mental, y si aún seguía vivo quizá se debía a que la vela no se había consumido en su totalidad.
Tomé con mis manos aún atadas el puñal que Clímaco iba a utilizar para matarme y pensé seriamente en enterrárselo en el pecho. Al final desistí con la idea de que quitarle la vida a un viejo atolondrado como él era hacerle un favor. Merecía que por lo menos lo violaran un par de veces en una de las cárceles de Guatemala. Opté por usar la herramienta para cortar, con bastante dificultad, el resto de mis ataduras. Cuando terminé me la guardé en el cinturón.
Al salir de la habitación en la que me habían mantenido cautivo de inmediato noté que la distribución de la vivienda en la que me encontraba era muy similar a la de mi apartamento. Ahora tenía la seguridad que, si no estaba al lado de mi morada, me encontraba en el edificio en el que vivía.
Hasta el momento nada había sido fácil, así que cuando noté que la puerta principal estaba cerrada con llave no me sorprendí. Regresé a la ubicación de Clímaco y, aprovechando que aún estaba inconsciente, lo cacheé en busca de las llaves y encontré un llavero lleno de varias en uno de los bolsillos de su chaqueta.
La primera puerta pude abrirla sin problemas, como al tercer intento, pero tras de ella encontré otra puerta… ¡una reja de hierro! Eso me confirmó que sin lugar a dudas me encontraba a la par de mi apartamento. Unas pruebas más y sería parcialmente libre, o sea que únicamente continuaría siendo esclavo de mis vicios.
Ninguna de las demás malditas llaves funcionó, ¡ni siquiera entraban en la cerradura! Me puse histérico y terminé gritando maldiciones a todo pulmón. Ya podía ver el corredor del edificio y la puerta de mi vecina de enfrente, ¡pero no podía salir! En ese momento mi suerte cambió, pues la susodicha, de seguro al escuchar mis gritos, sintió curiosidad y se asomó a ver. Primero miró hacia la puerta de mi apartamento, no se le había ocurrido mirar al de la par.
—¡Ahora sí llame a la policía, vieja puta! –le grité, provocándole un respingo. Esperaba que el insulto que había agregado la motivara a llamar de inmediato.
En ese momento se me ocurrió que no había probado abrir la reja con la misma llave con que había abierto la puerta previa. ¡Qué tonto había sido! No había ningún obstáculo para que ambas puertas se abrieran con la misma llave. Cuando inserté esta última y me disponía a girarla escuché tras de mí un chasquido y luego una detonación. Una bala chocó contra uno de los barrotes de la reja a unos diez centímetros de mi cabeza. Me lancé hacia la derecha, donde los apartamentos tienen el corredor que da al baño de visitas, esquivando a tiempo un segundo balazo que dio justo en la cerradura de la reja. Lo irónico fue que el impacto no solo destruyó la llave sino que también abrió la estructura de metal. Mientras escuchaba los pasos de Clímaco acercándose a mi ubicación, noté que había dejado el cuchillo en la línea de fuego. ¡Mierda! No me quedó más que arrastrarme hacia el baño para ocultarme. Era el fin: el viejo me encontraría en un dos por tres, ahí, sentado junto al váter, cagado, ya sin fuerzas para moverme y no dudaría ni un segundo en vaciarme el revólver.
—¡Hoy, sin falta, vas a morir, gachupín! —Su voz se escuchaba cada vez más cerca.
—¡Arriba las manos! ¡Suelte el arma o disparamos! —Una voz ronca me hizo pensar que estaba despertando de una horrible pesadilla. La conocía: era Ortega, el detective del Ministerio Público. ¿Cómo había llegado tan rápido?
Luego se escucharon un par de disparos, un alboroto, pasos corriendo, unos cuantos insultos muy locales y finalmente un golpe justo en la puerta del baño en el que me escondía. Se abrió la misma, lentamente, y me encontré con un hombre bajo, delgado y moreno que no había visto nunca, con pistola en mano.
—¡Aquí está el español, jefe! —gritó.
Luego apareció Ortega, me miró de una manera inexpresiva y me ofreció su mano para ayudarme a levantarme. En el momento en que se la di tiró hacia él con fuerza y me ayudó a quedarme de pie con un poco de brusquedad. Estuve a punto de perder el balance.
—Vamos, aguante un poco más —dijo rodeando su cuello con mi brazo para darme un mejor apoyo.
Al salir del baño con Ortega vi que otro agente de la policía, adicional al que me había encontrado en el baño, sostenía en una mano el revólver de Clímaco, mientras que con la otra, haciendo uso de su propia pistola, encañonaba al viejo, quien sangraba profusamente de su antebrazo.
—Vea, jefe, nos sacamos la lotería —dijo mostrándole el arma del viejo a Ortega—, ¡es una 38!
—¿Tocó usted este cuchillo? —me preguntó el agente que había visto primero, sosteniendo el arma con un pañuelo.
—Sí —respondí dubitativo—, es del anciano, pero se lo arrebaté para defenderme. ¡Este viejo y su hija intentaron matarme! Me han tenido aprisionado aquí por al menos dos días…
—¡Nada más conteste sí o no! —dijo Ortega con tono autoritario.
—Sí, sí lo toqué —dije con extrañeza.
Ortega le hizo una seña con la cabeza a su compañero y este limpió completamente el arma con el pañuelo. Luego se dirigió hacia donde yacía Clímaco y le preguntó:
—¿Eres diestro? —El anciano respondió que sí, entonces el compañero de Ortega le puso el cuchillo en la mano del brazo que sangraba y le ordenó que lo apretara.
Cuando el derrotado terminó, el agente metió la evidencia en una bolsa plástica.
—¿Dijiste que este viejo te tuvo cautivo aquí e intentó matarte? —me preguntó Ortega.
—Así es —respondí con alivio al notar que me había puesto atención.
—¿Y en algún momento dijo que tenía que matarte precisamente hoy?
—Más de una vez, sí.
—Ok, ¿mencionó en alguna ocasión algo relacionado con el Ánima Sola?
—Sí, de hecho…
Ortega, sin poner atención al resto de mi respuesta, se rozó el dedo índice en el cuello a manera de señal para su compañero que tenía encañonado al viejo. La cabeza de Clímaco se reventó tras un estallido y sus sesos quedaron desperdigados en el suelo. Luego hicieron con el revólver lo mismo que habían hecho con el cuchillo.
Antes de que yo pudiera decir algo, aunque en ese momento estaba tan paralizado de la consternación que era incapaz de articular palabra, Ortega me miró de manera severa y me dijo:
—Esto fue lo que pasó aquí: el viejo te mantuvo secuestrado e intentó matarte, lo habría logrado a no ser porque nosotros intervenimos a tiempo, hubo un tiroteo y con tal de salvarte tuvimos que matarlo. Si me prometes que esto mismo es lo que le vas a decir al juez entonces el caso se cerrará, la prensa dejará de jodernos, todos viviremos felices al menos por un tiempo, terminaremos siendo amigos y nos iremos a chupar juntos. De lo contrario nuestra versión de los hechos será otra, una en la que ya no llegamos a tiempo para salvarte y en la que es probable que tu causa de muerte sea desangramiento por castración. ¿Entendiste?
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Ánima Sola
HorreurAntonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable...