Ortega y yo nos volvimos amigos en realidad. Jamás me había dado tanto gusto el hacerme de una amistad a la fuerza. Acordamos que yo le contaría a él y a su grupo todas las experiencias que había tenido con los asesinos antes de planificar nuestras declaraciones. Temiendo que me tomaran por loco les conté lo de Regina, de cómo se había transformado en una especie de demonio, con ojos lumínicos y signos fluorescentes sobre la piel, y la forma en que me había atacado, haciendo énfasis en la jeringa. Los amigos del detective se rieron, pero él no. Me dijo que esos sucesos concordaban con una de las pistas que tenían sobre el asesinato de Manolo Cárdenas, el pintor barcelonés. El último día que le vieron vivo había ido a un prostíbulo donde las chicas hacían shows psicodélicos en los que usaban lentes de contacto fluorescentes, algunos con estilo vampírico o gatuno, y también se pintaban la piel con tintas que tenían la misma característica; algunas hasta conseguían dentaduras y uñas postizas que brillaban en diversos colores.
—Es algo que muchos patojos hacen cuando van a esos conciertos de música rara —aseguró Ortega.
Cuando volví a mencionar lo de la jeringa todos coincidieron que se trataba de Bromazepam, u alguna otra droga de la familia de las benzodiacepinas, que tienen propiedades ansiolíticas e hipnóticas, y que suelen usarse en algunas partes del mundo para cometer atracos y violaciones. Como varias de estas drogas suelen durar poco en el organismo es difícil encontrar rastros de las mismas, pero los forenses que seguían el caso del Ánima Sola habían detectado la presencia de estos alcaloides en un par de las victimas cuando los cadáveres se encontraron rápido.
Luego de las explicaciones de los ilustres agentes me atreví a preguntarles sobre cómo dedujeron que los asesinatos habían sido realizados por un culto al Ánima Sola. La respuesta era muy sencilla: cerca de todos los cadáveres había un cromo de la Bendita con el pequeño poema o hechizo de amarre que aludía al ofrecimiento de las almas de nueve enemigos, un detalle que habían omitido a la prensa para evitar más presiones y burlas por parte de la misma.
La siguiente pregunta que les hice fue: ¿Cómo me habían encontrado? Ortega se tomó la molestia de responderme. El día que llegó a visitarme por primera vez sospechó que yo sería la víctima número nueve, pues los asesinados eran personas que vivían o trabajaban cerca del centro histórico, y en dicha área no quedaba un solo español vivo, o al menos alguien que sonara como tal, aparte de mí desde el asesinato del obispo de la Catedral. Por lo mismo tomaron la determinación de vigilarme. El día de mi enfrentamiento con Regina la vecina de enfrente llamó para quejarse de los gritos. Los agentes acudieron tiempo después pero lo único que encontraron fue el apartamento revuelto, con señales de lucha, un cable aislado conectado a un tomacorriente del baño en un extremo, y sumergido en el lavabo lleno de agua en el otro (una técnica antigua para quemar fusibles y provocar apagones) y a una mujer hermosa y desnuda, en estado catatónico, con dos costillas rotas, sentada junto a la cama. Debido a eso, los policías mantuvieron la vigilancia por dos días más en las cercanías de mi apartamento, con órdenes de notificación inmediata por parte de la Estación sobre cualquier suceso reportado dentro del perímetro de la zona uno. Ellos tampoco sospechaban que los asesinos vivían a la par mía, así que la llamada de mi vecina no pudo ser más oportuna.
Luego, de nuevo con algo de temor, pregunté qué había pasado con Regina. Ortega me aseguró que la habían enviado de vuelta al Federico Mora, un hospital psiquiátrico público. Cuando pregunté a qué se refería con que la habían enviado allí «de vuelta», me explicó que ella ya había estado en ese lugar antes como interna, por varios traumas que había sufrido en su niñez, delirios, disociaciones y algo así como un trastorno limítrofe de la personalidad que terminó en esquizofrenia.
Qué bien llegaron a caerme Ortega y sus compañeros. Fue una lástima que un año después el grupo se disolvió luego que el detective murió en servicio, de un balazo en el pecho.
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Ánima Sola
HorrorAntonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable...