Capítulo 8

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El mismo día que llegué a la capital, y leí el artículo de los asesinatos, con gusto noté que se llevaba a cabo la feria municipal del libro en el parque Central, y eso logró que mi mente se olvidara un poco de las desgracias de mi país. La mayoría de libros que estaban a la venta eran usados y de autores nacionales, desconocidos para mí. Aun así disfruté curioseando un poco. Me hice con una copia de El señor presidente del conspicuo Miguel Ángel Asturias, uno de los autores que Carranza había nombrado con vehemencia. También me llamó la atención un libro de un tal Celso Lara titulado Fieles difuntos, santos y ánimas benditas en Guatemala: una evocación ancestral. Con lo poco que llevaba en mi país ya había notado la gran influencia que tenían aquí las supersticiones que se habían diseminado en todas partes por la tradición oral. Pensé que al saber un poco de las razones y de la historia de estas creencias recuperaría la nacionalidad, o quizá hasta la identidad, que mis padres al llevarme a Burgos me habían arrebatado. Sin embargo, cuando me sumergí en los vicios me olvidé por completo de la literatura y dejé ambos libros empolvándose dentro de un cajón de mi mesita de noche. 

Mientras buscaba algún otro libro que despertara mi interés, cosa que al final no pasó, me llamó la atención una señora que se encontraba a mi lado deleitándose con una edición en miniatura de La metamorfosis de Kafka. La pobre mujer apestaba a diablos y toda su ropa tenía un tono ambarino y percudido. Habría jurado que era una indigente.  Cuando notó que la observaba me dedicó una sonrisa con sus repugnantes dientes y me dijo, como confesándome un sueño: «Si tuviera dinero me llevaría un montón de libros. ¡Sería tan feliz!». Es probable que si me hubiese dicho que no tenía dinero para comer yo no le hubiese dado ni un centavo, nunca he creído en la retribución divina y por lo mismo nunca he sido generoso a la hora de dar limosna, pero su interés por la literatura me conmovió tanto que instintivamente le regalé un billete de cien quetzales.  Me dio las gracias casi con lágrimas en los ojos de la alegría. Luego me dijo: «Carajo, ¡qué guapo es usted! ¿Acaso es un ángel?». Su comentario me hizo gracia y me reí, pero ninguno de los dos dijo nada más. El verla retirarse radiante de felicidad, con varios libros amarillentos bajo el brazo, me produjo una sensación de esperanza que no he vuelto a experimentar en este purgatorio. 

Me quedé vagando el resto de la tarde por toda la zona uno, considerada el centro de la ciudad.  Comí en un buen restaurante, bebí un par de copas de vino y también me irrité al toparme con varios gringos ilusos que volvieron a saludarme con su respectivo «Hi!». Al caer la noche el centro de la ciudad se tornó de fiesta. Recuerdo que era jueves y las concentraciones de bares y discotecas comenzaron a retumbar como si el mundo se fuese a acabar. De nuevo me sentí en casa y al cabo de la media noche terminé follando, bastante borracho, con una morena flaca con el cabello teñido de rubio en un hotel de tres estrellas. Al día siguiente despedí a la muchacha, luego salí a hacer algunas compras, licor más que todo, y me pasé el resto del día viendo la televisión en el mismo cuarto de hotel. Por la noche el ritmo de fiesta volvió a surgir y de nuevo me embriagué hasta terminar vomitando a media calle, en la madrugada del sábado, con otras dos chicas a las que también me follé después. 

Las borracheras y los follones de ese par de días me ayudaron a olvidar las cosas horribles que había vivido en el municipio, tanto que de inmediato decidí que me iba a comprar una casa cerca del centro histórico, y que de ahora en adelante ese sería mi estilo de vida hasta que falleciera por mis excesos o se me acabaran los fondos monetarios, lo que viniera primero.  

Ánima SolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora