Capítulo 12

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Dos días después, cerca de las once de la mañana, tocaron a la puerta de mi casa. Era un tipo alto con apariencia tosca. Se presentó a sí mismo como el teniente Ortega, detective del Ministerio Público. La razón de su visita era para hacerme preguntas sobre Giovanni Arriaga, a quien habían encontrado degollado y muerto, en un recoveco entre dos locales de la Sexta Avenida, la misma noche que yo había estado preguntando por él, con evidentes muestras de rencor, en los bares aledaños al edificio El centro. 

Me quedé consternado ante la situación, era como si alguien me hubiese tendido una trampa. Le expliqué al detective Ortega el tipo de relación que había tenido con Giovanni desde el municipio, sin hacer demasiado énfasis en nuestros enfrentamientos. La mirada inexpresiva de mi interlocutor seguramente me puso nervioso porque recuerdo haber tartamudeado un poco, aparte de que el susodicho hizo varias anotaciones en su libreta en base a mis respuestas. El cabrón no desaprovechó la oportunidad para echarme en cara que había leído mi expediente y que sabía lo del juicio relacionado con la muerte de María, seguramente para intimidarme. Pero me mantuve firme y enfaticé que eso ya había sido resuelto. 

El detective antes de irse me hizo tres sugerencias: la primera, que no saliera de la ciudad mientras no se tuvieran datos más claros sobre el asesinato de Giovanni;  la segunda, que a pesar de que ya sabía que yo era guatemalteco, según mi expediente, por mi pinta de extranjero y acento español me recomendó que si salía de mi casa el día diez de noviembre procurara no abrir la boca, y si lo hacía que evitara decir palabras o frases «raras» como: gilipollas, coño, puñetero, hostia y me cago en la leche; y la última (esta la dijo sonriendo), que tuviera cuidado con mi vecina, la vieja de enfrente, porque había llamado varias veces para quejarse de que yo era un revoltoso. 

Por la tarde, para agitar aún más mis nervios, recibí una llamada de Carranza, quien pensó que a lo mejor quería saber que allá en el municipio habían asesinado a Enrique, el primo en segundo grado de mi tía Soila, a tiros. Según la opinión de mi abogado, aquello sucedió porque el desafortunado empresario se había negado a colaborar con negocios ilícitos. 

No pude evitar sentirme mal por la noticia. De inmediato recordé la perorata del anciano en el parque Central y la historia de la tal Celestina Abnegada, a quien condenaron al purgatorio por ayudar a un par de ladrones en vez de apiadarse del hombre que supuestamente estaba intentando hacer un «bien». Luego medité mi punto de vista de la manera más pragmática posible y me di cuenta que yo no podía sentirme identificado con ella por haberle vendido mis bienes a dos hombres corruptos e ignorar a Enrique, a menos que la muerte de este último desatara en el futuro una religión que provocara la muerte de miles de personas.   

Ánima SolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora