Los días pasaron. Hubo un par de noches en las que salí de juerga y vi de nuevo a la chica fina y guapa bailando y bebiendo con Giovanni. Les hice preguntas a algunas conocidas para averiguar la identidad de aquella misteriosa mujer pero ninguna fue capaz de darme una sola referencia, como si se tratara de alguien nuevo en la zona. Comencé a pensar que la suerte de mi enemigo era producto del karma, que a lo mejor yo no estaba sintiendo ni la mitad de envidia que sintió ese neandertal cuando supo que yo andaba con María. Luego recordé lo que me había dicho en el restaurante, la forma descarada en la que me había culpado, escudándose con aquel ridículo culto al Ánima Sola. Poco hizo falta para que llegara a la conclusión que lo odiaba como jamás he odiado a nadie, al punto que me hubiese gustado ver a la gente del municipio prendiéndole fuego.
Esa noche tuve una pesadilla: me soñé merodeando en las afueras de una escuela pública de un área rural, acechando tras unos arbustos a un par niñas que jugaban a la cuerda alegremente. Las prendas de las chiquillas comenzaron a encogerse a medida que sus cuerpos se fueron ensanchando y torneando hasta convertirse en mujeres hermosas, fenómeno que me excitó y me hizo babear como el lobo feroz de los dibujos animados. Me lancé sobre ellas, ambas gritaron, la que quedó más a mi alcance fue la chica fina y guapa del restaurante, la atrapé con mis garras y le mordí el cuello sin piedad. Su miedo, sus alaridos y su lucha me hacían sentir poderoso. Luego una turba de indígenas me capturó a golpes.
Amarrado y amordazado me llevaron a la plaza y me rociaron con un galón de diésel, prestos a prenderme fuego. Un anciano con una túnica amarillenta recitaba mi condena en una lengua que sonaba a cakchiquel. Comencé a pedir clemencia, pero lo único que podía emitir eran gemidos debido a la mordaza. Fue inútil, vi cómo mi cuerpo comenzó a encenderse lentamente; lo curioso fue que no me dolía en absoluto. Noté entre la gente que me linchaba a la chica fina del restaurante, mi supuesta víctima, quien a pesar de estar sangrando del cuello me miró y me sonrió de una manera dulce. Yo me conmoví y tuve deseos de llorar, aun ignorando el dolor de las llamas, hasta que en el ambiente comenzó a retumbar una sonora cohetería. Las balas comenzaron a llover por todos lados, una le atravesó la cabeza a la chica y por lo mismo le comenzó a brotar un líquido oscuro de la frente a manera de erupción desde la coronilla. Yo, al verla, por fin sentí mi piel chamuscándose y me puse a dar gritos.
¡Desperté! Pero al hacerlo noté que la pesadilla continuaba: los cohetes seguían rimbombando a mi alrededor. Noté que el tronido provenía principalmente de la puerta de entrada de mi apartamento. Corrí hacia ella y al abrirla... la bomba, el pequeño triángulo rojo que esas ametralladoras de petardos tienen al final, estalló con tal fuerza que sentí cómo las ondas de sonido me abofetearon el rostro y a la vez me dejaron sordo momentáneamente.
Afuera estaba oscuro, eran aproximadamente las tres de la mañana. Sabía que en Guatemala, como en otras partes, la gente tiene la costumbre de quemar cohetes de madrugada como parte del festejo de algún cumpleaños, o del triunfo de su equipo de fútbol favorito, pero hacer semejante payasada a aquellas horas de la madrugada y dentro de un edificio me pareció un abuso excesivo. Mi vecina anciana que vivía enfrente, quien seguramente pensó que yo había sido el autor de aquello, se asomó a la puerta con fuego en la mirada y comenzó a insultarme: me llamó inconsciente y grosero, entre otras cosas. No tuve el valor de responderle pues yo también me sentía desconcertado por la situación. Ignorando a mi interlocutora que ya amenazaba con llamar a la policía cerré la puerta y me serví un trago. Ya calmado deduje que se había tratado de una broma pesada, y no pude pensar en alguien más que en el idiota de Giovanni como el autor de semejante ridiculez. ¡El maldito me las iba a pagar!
Por la noche salí a la calle hecho una fiera. Recorrí todos los bares en busca de ese granuja. Estaba dispuesto a darle una paliza y dejarlo consciente solo para que escuchara mis amenazas, se asustara y regresara a su pueblo sin intenciones de volver. En la mayoría de lugares en los que pregunté por él lo identificaron por la descripción que di, pero en ninguna parte me confirmaron haberlo visto acompañado de una chica fina, baja y guapa como la del restaurante, más bien me aseguraron haberlo visto con mujeres de poca monta, prostitutas conocidas.
Resignado me volví a uno de los bares que frecuentaba, me senté en la barra y pedí una cerveza. Observé a mi alrededor, vi bailando juntas a un par de chicas que parecían recién haber cumplido la mayoría de edad. Ambas se me quedaron mirando de manera provocativa y yo no pude experimentar otra cosa más que asco por ellas. En la tercera cerveza intenté encender un cigarrillo, pero un tipo fornido se me acercó y me pidió educadamente que lo hiciera afuera. Tuve deseos de golpearlo y eso me hizo darme cuenta que ya era hora de retirarme. Al salir comencé a fumar junto a una carretilla de perritos calientes a los que aún no me acostumbraba a llamar «shucos». Un anciano un poco andrajoso, con un sombrero de paja, me suplicó por dinero para comprar comida. El humo con olor a salchichas y morcillas asadas despertaba el apetito. Me hice el sordo con el viejo, pero este me insistió diciendo: «Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. Proverbios 11:24».
En ese momento casi estallo. Si el vejete me hubiese insistido con otra súplica es probable que le hubiese comprado un shuco, pero al mencionar la Biblia me había perdido por completo.
—¡Vete a tomar por el culo, gilipollas! —dije sin pensarlo mientras me alejaba con mi cigarrillo consumido a la mitad. No daba crédito al cinismo de aquel tipejo.
—«La lengua del sabio hace grato el conocimiento, pero la boca de los necios habla necedades». Proverbios 15:2, gachupín hueco —escuché que dijo a lo lejos, con una voz distinta que se me hizo muy familiar.
Me puse colérico, di la vuelta y regresé para buscar al tipo, quería descuartizarlo; estaba seguro que se trataba del anciano predicador del Ánima Sola, con quien había discutido en el parque Central; pero no lo encontré, supuse que el maldito se había escabullido dentro de algún antro para perderse entre la gente.
Esa fue otra noche que no pude dormir debido al sonido de las cadenas arrastrándose, según yo, proveniente del apartamento de al lado. Esa ocasión en vez de sentir rabia por el alboroto más bien sentí miedo.
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Ánima Sola
HorrorAntonio Rodríguez, un guatemalteco que ha vivido la mayor parte de su vida en España, regresa a su país natal para cobrar una oportuna herencia que lo salva de la penuria. Sin embargo, mientras se va adaptando de una manera hedonista e irresponsable...